Viernes, 29 de Marzo de 2024

XXII.- El judío como archienemigo (VII): La agudización del antisemitismo

Jueves, 27 de Febrero de 2020

Ni el papado ni sus representantes en España estaban dispuestos a tolerar ningún freno a su antisemitismo.  No sólo eso.  La influencia de las órdenes mendicantes, de especial predicamento en las ciudades, tuvo como consecuencia directa la difusión y la excitación de ese antisemitismo en las masas populares, unas masas a las que se indicó de manera insistente que el denominado “pueblo deicida” era además el culpable de sus desdichas.   Odiados por su labor y envidiados por su éxito, los judíos sólo podían volverse hacia los reyes y éstos, situados  entre la tesitura de perder una colaboración esencial o de escuchar a un clero antisemita y a un pueblo arrastrado por la demagogia clerical, fueron alternando la protección e incluso el privilegio con los golpes selectivos.  Así, el éxito y la prosperidad de los judíos se vieron ensombrecidos por una inquietante precariedad. 

      Los ejemplos al respecto de lo que acabamos de indicar son numerosos.   En abril de 1278, los judíos de Gerona se quejaron ante Pedro III de Aragón por la situación en que se encontraban.  Los ataques a sus casas, la profanación de sus tumbas, las agresiones contra sus negocios no sólo resultaban intolerables es que además eran impulsadas por Pedro de Castellnou, el obispo, y ejecutadas por clérigos.  Pedro III respondió positivamente a las súplicas de los judíos, pero no tardó en cobrárselo.  En 1281, descargó las preocupaciones financieras de las empresas de África y de Sicilia sobre los judíos.  Dos años después, obligó a costear la fortificación de las fronteras a los judíos de Jaca y sus valles, así como por los de Gerona.  En las cortes barcelonesas de ese mismo año, los judíos intentaron que se les concediera el ser considerados vasallos de los señores en cuyos territorios habitaban.  Se trataba de una desesperada búsqueda de protección.  La respuesta de Pedro III fue, sin embargo, negativa, temeroso de que los señores utilizaran a los judíos, exactamente igual que él se valía de ellos.  El resultado final fue que optó por descargar sobre los judíos una serie de prohibiciones – la de ser baile, la de tener jurisdicción sobre cristianos... – que, en la práctica, reducía a nada las medidas previas de benevolencia impulsadas por Jaime I.  Quedaron los judíos casi a la intemperie, pero el rey no estaba dispuesto a prescindir de ellos.  El año siguiente, en un intento de reponer la armada, arrancó a las juderías de Aragón, Valencia y Cataluña un nuevo subsidio.  En 1285, extendió su protección a los judíos de Gerona, pero de manera harto limitada.   Al cabo de los años, y a pesar de todo lo que había ido entregando a la corona, los judíos gerundenses seguían indefensos frente al obispo y el clero y, por supuesto, el pueblo llano.  Esa limitada protección era la única que Pedro III estaba dispuesto a otorgarles.

        Pedro III no fue una excepción.  A decir verdad, encontramos una conducta muy similar en Alfonso III que accedió al trono de Aragón en 1285.  Los judíos, ciertamente, le ayudaron a llevar a cabo la reconquista de las Baleares (1288) y las guerras de Sicilia y Francia que concluyeron en 1291.  Sin embargo, a cambio, tan sólo recibieron nuevos recortes de derechos, por ejemplo, en las cortes de Monzón.   Esa política de restricción de la ya escasa protección regia fue continuada por Jaime II de Aragón que inauguró su reinado en 1291 precisamente acentuando aún más la precariedad de los judíos. 

         La situación en la Corona de Aragón tenía su paralelo – no podía ser de otra manera dado el peso del clero católico – en otros reinos peninsulares.   Inicialmente, habían logrado los judíos – a costa de no pequeño pago – verse libres del cumplimiento de la bula del papa Gregorio IX (1234) que les obligaba a llevar una vestimenta específica.   Sin embargo, en 1240 sufrieron, por reflejo de lo que sucedía en Francia, los ataques contra el Talmud desencadenados por dominicos y franciscanos, así como una creciente imposición.  Por si fuera poca desgracia, una bula del papa Alejandro VI, promulgada en 1256, facultó al rey de Navarra no sólo para prohibir a los judíos la práctica de la usura, sino también para arrancarles los bienes obtenidos por ese medio.   Durante los años siguientes, las juderías navarras se precipitaron en un proceso de decadencia del que intentaron salir en 1274 al estallar las discordias civiles de Navarra.  En 1277, como consecuencia directa, la judería de Pamplona fue exterminada.  Acto seguido, el rey de Navarra volvió a descargar exacciones sobre los judíos de sus territorios. 

         Si la situación de los judíos en Aragón fue crecientemente mala y en Navarra se acercó al límite de la desesperación, la acción del clero comenzó también a deteriorarla trágicamente en Castilla tras la muerte de Alfonso X.  En las cortes de Palencia de 1286, se arrancó a los judíos la jurisdicción por los juicios propios y se entregó a los hombres buenos.  Se trataba de una medida injusta pero que, posiblemente, debió de ocasionar cierta complacencia.  Dos años después, el rey rescindía el arrendamiento de las rentas reales en manos de Abraham el-Barchilon y perdonaba las multas por morosidad que hubieran debido pagar los deudores de los prestamistas judíos.  Sin duda, la medida – que se hacía con dinero ajeno - incrementó la popularidad del rey entre los morosos, pero resulta obligado preguntarse por su justicia.  Poco importaba que, en 1292, Tarifa pudiera ser reconquistada por el rey Sancho gracias al dinero proporcionado por don Samuel, su almojarife mayor, por don Yehudah, que lo era de la reina María, y por don Abraham el Barchilon.   De hecho, al año siguiente, las cortes de Valladolid volvían a repetir el mandato de sujetar los pleitos judíos a los jueces comunes y se les obligaba a deshacerse de los heredamientos cristianos adquiridos en el plazo de un año.  El cuadro – insistamos en ello – difícilmente podía ser más obvio.   Los judíos eran utilizados – reclamados - por el rey para sus empresas más costosas y gravados para mantener instancias como el culto católico.  En esos aspectos, nadie negaba su utilidad, pero, a la vez, se producía el recorte de los derechos reconocidos durante tiempo y en golpes ocasionales que, de forma nada casual, contribuían a fortalecer una popularidad regia asentada sobre el desfogamiento del antisemitismo atizado por el clero.

      En 1295, ocupó el trono de Castilla Fernando IV.  A los tres meses de su coronación, siguiendo el consejo de su madre, María de Molina, y escuchando las solicitudes de prelados, ricos omes y procuradores del reino reunidos en las cortes de Valladolid, decidió que lo más prudente es que no anduviera “en el real palacio judío alguno” y acabó con el arrendamiento de las rentas regias.  Dos años después el rey ordenaba en las cortes de Cuellar que los judíos vendieran en un año las heredades que hubieran comprado.  Con este panorama, quizá resulte comprensible que para ese mismo año de 1295 – y concretamente para el 30 de abril – los judíos esperaran el advenimiento del mesías y no fueran pocos los que se prepararon para su llegada con ayunos y penitencias.  No hace falta decir que el mesías no apareció, que la desilusión de no pocos judíos fue inmensa y que no faltaron los que pidieron el bautismo en medio del estupor y la confusión.  No es fácil saber lo que hubo de sincero en esas conversiones, pero cuesta no imaginar que en no pocas de ellas debió darse una clara capitulación.  Los judíos eran un estamento aborrecido por capas no escasas del pueblo llano y del clero.  Que soñaran con verse libres de esa situación mediante la llegada del mesías es comprensible.  No lo es menos que la decepción de esta esperanza arrastrara a algunos a dejar la fe de sus padres y a entregarse a la de la cultura dominante.  El siglo XIV estaba a punto de comenzar y no podía decirse que lo hiciera bajo los mejores auspicios.  De hecho, iba a revelarse como un período crucial en la suerte de los judíos españoles.  

       Al comenzar el siglo XIV, el antisemitismo del clero experimentó una agudización de trágicas consecuencias.  De manera bien significativa, en ella influyó considerablemente el mayor peso de los elementos populares en la sociedad de la época.  En Toledo, por ejemplo, algunos clérigos se esforzaron por conseguir para el deán y el cabildo una serie de bulas papales que privaban a los judíos de la protección regia.  Tales acciones estaban inspiradas en las siniestras Ordenanzas de san Luis a las que nos referimos en un capítulo anterior, ordenanzas francesas que tuvieron una clara influencia en Navarra, pero que no habían sido aceptadas en Castilla. 

      La medida pareció lo suficientemente peligrosa a Fernando IV para dirigir el 22 de enero de 1307 una carta al deán toledano en la que se refería a “los mios judíos” en cuya defensa salía el monarca porque si se permitía al deán hacer lo que deseaba no podrían pagar “los mios pechos”.  El texto apenas podía resultar más obvio.  El rey no estaba dispuesto a que unos clérigos extremistas pusieran en peligro una fuente importante de financiación.  No era para menos si se tiene en cuenta que en 1309 Fernando IV se apoderaba de Gibraltar y que – una vez más – la empresa había podido llevarse a cabo gracias a la colaboración financiera de los judíos.  

       Sin embargo, los intereses del reino y el antisemitismo de la iglesia católica eran dos cuestiones bien distintas y, en no escasa medida, incompatibles.  La reacción a esta decisión regia no se hizo esperar.  Durante la primavera de 1312, las cortes reunidas en Valladolid se quejaron de la manera en que actuaban Abraham ben Xuxen, al que el rey había encargado el año anterior la recaudación de impuestos, y sus agentes.   El 11 de enero de 1313, el arzobispo don Rodrigo publicó en el monasterio de san Ildefonso las constituciones del concilio de Zamora.  Reflejo fiel de las decisiones del concilio de Viena, implicaban la expulsión de los judíos de la vida pública. 

       Como en tantas ocasiones de la Historia, las órdenes recibidas desde la Santa sede colisionaban con los intereses de los reinos hispanos.  Los obispos reunidos en Zamora pedían, entre otras cosas, que los judíos no tuvieran oficios ni dignidades, que no tuvieran trato con los cristianos, que no apareciesen en público desde el miércoles de tinieblas hasta el sábado santo, teniendo el viernes las puertas y ventanas cerradas para que no pudieran hacer escarnio de los cristianos; que llevasen una marca distintiva; que no ejercieran la medicina con los cristianos y que se les prohibiese el ejercicio de la usura.  Semejante visión eclesiástica – base de las leyes nazis de Nüremberg - fue incorporada a las leyes de Castilla durante la minoría de edad de Alfonso XI y no puede negarse que colocó a los judíos en una situación punto menos que desesperada.  Tanto que acabaron optando por la salida de Castilla.  Sin duda, para algunos semejante perspectiva era halagüeña y la contemplarían como el final de la presencia de una parte odiada de la población. 

       Alfonso XI, a pesar de su juventud, permitió que prevaleciera la sensatez y el interés general sobre cualquier otro sentimiento.  Intentó así, a la vez, satisfacer a las poblaciones agraviadas de Castilla y escuchó las quejas de los judíos.  La consecuencia directa de ese comportamiento fue que declaró nulas y sin valor las bulas papales y las cartas de los prelados que las apoyaban.  Acto seguido, colocó a los judíos bajo la protección de los concejos y la defensa de sus oficiales.  En paralelo con la protección vino la utilización de los servicios de los judíos. 

      La reacción ante lo que era obligada defensa de los intereses del reino no se hizo esperar porque la realidad era imposible de negar.    La derrota sufrida en 1340 por el almirante castellano Jofre Tenorio fue el estímulo que faltaba a los benimerines para cruzar el Estrecho e intentar batir de una vez por todas a las armas castellanas.   El encuentro decisivo tuvo lugar a orillas del río Salado el 30 de octubre de aquel año.  El resultado fue una victoria que el autor de la Crónica de Alfonso Onceno compararía con la de las Navas.   En 1344, los benimerines perdían la plaza de Algeciras tras un asedio de tres años.   En ese avance espectacular iniciado con la victoria del Salado y culminado con la reconquista de Algeciras, el papel logístico de los judíos había resultado verdaderamente extraordinario.  Así lo entendió el monarca cuyo reinado constituyó un paréntesis de cierto sosiego en medio de presiones crecientes de la iglesia católica.   El Ordenamiento de Alcalá de 1348 intentó solventar las tensiones existentes entre los judíos y el resto de los habitantes de los reinos de la Corona.  Entre los objetivos de la legislación judía de Alfonso XI estaba el conseguir que el odio que le tenía el pueblo a causa de la usura desapareciera; que se vieran libres de la persecución desatada por las bulas papales; que se ocuparan de otras labores distintas de las monetarias vg: la agricultura y que se arraigaran en lugares concretos.  Esa cercanía pacífica y fecunda podría incluso, con el paso del tiempo, acabar con la existencia de dos comunidades separadas.  Si lo que se buscaba era la conversión de los judíos sería más fácil mediante un diálogo pacífico que no a través de la presión.  Prescindiendo de lo que se piense de este último extremo, lo cierto es que la situación de los judíos mejoró extraordinariamente con Alfonso XI.  Los beneficios para ambas partes fueron innegables.  Si los judíos obtuvieron paz y prosperidad, Castilla consiguió extraordinarios avances en la tarea de la Reconquista y en el terreno cultural abonado por la labor de los hijos de Abraham.   Sin embargo, no eran los judíos los únicos que serían víctimas de la acción de la iglesia católica.

CONTINUARÁ    

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