No cuesta muchos descubrir que esa visión deriva de un discurso falso e interesado porque, por muchas vueltas que se quiera dar al asunto, no se puede comparar a los nómadas apaches o a los semi-nómadas sioux con culturas imperiales como las de los incas o los aztecas. Por utilizar una comparación fácil de entender sería como considerar iguales en términos culturales a los bosquimanos y a los atenienses de la época de Pericles o a los cazadores de cabezas de Borneo y a los romanos del tiempo de Cicerón. En ese sentido, el imperio inca constituye una de las construcciones más prodigiosas de la Historia de la Humanidad y se encontró por encima de cualquier cultura hallada por los europeos a su llegada al continente. Nunca después y seguramente nunca antes existió una cultura amerindia tan elevada.
Tras Pachacutec – un personaje que, seguramente, desconocerán muchos de mis lectores, pero que tuvo la altura política de un Tutmosis III o un Julio César – el imperio inca se extendía desde Perú, Bolivia y el Ecuador, en el norte, hasta Chile y el norte de la Argentina, en el sur. En otras palabras, ese imperio no tenía nada que envidiar al de Alejandro Magno.
De manera bien reveladora, ese imperio experimentó un proceso de expansión muy parecido al de la Historia de Roma, pero en un paréntesis temporal no de más de siete siglos – como en el caso romano – sino de poco más de uno. Partiendo también de una ciudad – en este caso Cuzco – los incas fueron federándose con los vecinos – como Rómulo, el fundador de Roma y sus sucesores – y acabaron transformándose en un imperio extraordinario.
Desde no pocos puntos de vista, para ser justos, los incas superaron a los romanos. Arquitectónicamente, eran, desde luego, más duchos a la hora de trazar las calzadas o los acueductos, pero además lograron forjar unas técnicas de cultivo – las prodigiosas terrazas – que no disfrutaron los labriegos romanos. Por lo que se refiere a sus construcciones ciclópeas muestran una destreza que en nada desmerece de la mostrada por los egipcios que alzaron las grandes pirámides. A decir verdad, los incas los superaron en aspectos muy concretos a los que me referiré en el futuro. También fueron superiores los incas a los romanos en áreas como la medicina – eran maestros de la trepanación y conocían la anestesia – o la astronomía en la que destacaron de manera prodigiosa. Se dice que no conocían el alfabeto. No lo creo. En realidad, me temo que, como sucedió con el linear B o con otras formas de escritura que se han resistido a ser descifradas, todavía no hemos dado con la clave de su escritura, pero que esta se encerraba en su prodigioso lenguaje de nudos. Y es que, ciertamente, resulta imposible creer que semejante bagaje de conocimiento se pudiera transmitir sólo de forma oral.
Políticamente, los incas supieron también arquitrabar un estado del bienestar que algunos, como Louis Baudin, han definido, quizá con cierto atrevimiento, como socialista. Que el estado se ocupaba de los ancianos y de los enfermos, que atendía a viajeros y caminantes y que carecía propiamente de un sistema impositivo porque la práctica totalidad de lo recaudado era simplemente reciclado solidariamente no admite discusión. De hecho, el sistema había funcionado también que, cuando llegaron los conquistadores y los frailes y comenzaron a privar a los indígenas del fruto de su trabajo, éstos creyeron, al principio, de la manera más ingenua, que sólo se trataba del viejo sistema de redistribución incaica. Por desgracia, había pasado a la Historia para verse sustituido por un sistema impositivo expoliador en favor de las castas privilegiadas - ¿le suena al lector? – que precipitaría en la miseria y la muerte a los indígenas. Que el sistema no era perfecto es obvio. Que en no pocas naciones de herencia hispano-católica no se ha llegado a su altura a día de hoy es más que indiscutible.
No caigo en una idealización del pasado inca. No fueron, desde luego, los monstruos que quisieron pintar conquistadores y frailes para justificar su expolio. Tampoco fueron santos. Igual que podían ser generosos y magnánimos hacia sus enemigos, podían ser duros y convertir el cráneo del jefe vencido en copa para el banquete como hizo Atahualpa con su hermanastro Huáscar. Pero no es menos cierto que los incas acabaron con los sacrificios humanos que practicaron otras culturas anteriores como la del señor de Sipán; que jamás quemaron a nadie por sus ideas religiosas como los frailes y los conquistadores y que pudieron llevarse los dioses de sus enemigos vencidos a Cuzco, pero para honrarlos y no para destruirlos ya que, como los romanos también, eran grandes receptores de otras divinidades. Se mire como se mire, incluso con sus excesos, los reyes incas fueron mucho más clementes y tolerantes que los conquistadores y los frailes y, desde luego, mucho más respetuosos de la libertad religiosa de sus súbditos a los que nunca habrían abrasado en piras por creer de manera diferente.
Sin duda, el sufrimiento de un apache muerto a manos de un europeo es equiparable al de un inca caído ante otro. Sin duda, el dolor de un sioux recluido en una reserva es equivalente al de un inca arrojado de sus tierras. Sin embargo, ni sioux ni apaches fueron empleados en las minas de metales preciosos desde los cinco años hasta morir de agotamiento; ni tampoco contemplaron cómo sus mujeres eran convertidas en prostitutas y concubinas por los vencedores blancos – algunos utilizan el eufemismo “mezclarse” para definir y ocultar semejante conducta de depredación sexual - sin que el clero dijera una sola palabra en contra ni mucho menos asistieron al terrible espectáculo de ver destruida una de las culturas más elevadas de la Historia humana por la sencilla razón de que no la tuvieron. Sí sucedió así con los incas. El aniquilamiento de su cultura fue más profundo y concienzudo que el que los bárbaros del norte ocasionaron en Roma – los bárbaros, por ejemplo, no levantaron templos a Odín sobre las iglesias ni obligaron a adorar a Thor so pena de hoguera – e incluso superior que el que los musulmanes perpetraron en Oriente Medio e incluso en los primeros siglos de Al-Ándalus porque aquellos fanáticos permitieron que judíos y cristianos, con condiciones gravosas si se quiere, pero condiciones a fin de cuentas, siguieran practicando su fe y, desde luego, no siempre convirtieron en mezquitas las sinagogas y las iglesias. Los incas, por el contrario, se vieron sometidos a condiciones peores y jamás disfrutaron ni siquiera de tan limitada tolerancia. A decir verdad, conquistadores y frailes arrasaron y expoliaron todo a su paso. Que se desee negar semejante hecho apelando a unas leyes que no sólo no eran tan humanitarias como se pretende sino que jamás se cumplieron o alegando que las esclavas indias disfrutaron de una “baja laboral” – a veces se leen cosas que obligan a dudar de la salud mental del que las escribe - constituye un sarcasmo delirante cuando no una justificación de un océano de crímenes que avergüenzan a cualquier miembro del género humano que haya conservado un mínimo de sensibilidad hacia el dolor ajeno. De la extraordinaria – realmente incomparable - cultura inca, sólo quedaron – como veremos en entregas sucesivas – o los cimientos de extraordinarios edificios sobre los que se levantaron conventos y catedrales o aquellos lugares, como Machu Pichu, adonde no llegaron - ¡gracias a Dios! - frailes y conquistadores. Es más que revelador. Algunos consideraran que semejante cataclismo cultural y humano es algo de lo que hay que presumir y jactarse. Partiendo de esa mentalidad nada puede extrañar los desastres que se ven a uno y otro lado del Atlántico. Pero de los incas y del Perú seguiremos, Dios mediante, departiendo en sucesivas entregas.