Supuestamente, el régimen de Franco habría sido un claro ejemplo de estabilidad matrimonial frente al desmadre actual. Que la familia está sometida a un salvaje acoso en España y que la inquisición de la ideología de género es repugnante no seré yo quien lo discuta. Pero no se me ocurrirá glorificar la era de Franco. De entrada, hasta inicios de los años setenta, la mujer fue una perpetua menor de edad aunque estuviera casada. Un contrato de alquiler, la apertura de una cuenta bancaria, la misma disposición de sus bienes era imposible para una mujer sin el permiso expreso de su marido. Con una legislación de familia que reproducía punto por punto la doctrina católica, no había divorcio porque simplemente era ilegal. Tampoco era fácil separarse ni siquiera aunque la esposa fuera objeto de golpes o cualquier otro tipo de bajeza. Socialmente, estaba mal visto y llegar a una separación de hecho exigía un ponerse el mundo por montera que la mayoría no se atrevía a hacer. Incluso las causas de anulación eran una meta casi inalcanzable. Desde luego, nada que ver con el día de hoy en que católicos profesionales ven anulado su matrimonio con una facilidad pasmosa. Por supuesto, el control de la natalidad – no hablo del aborto – también estaba fuera de la ley y había que recurrir a la ilegalidad o a peligrosas recetas de viejas para intentar no cargarse de hijos. Pasaba como con la seguridad ciudadana. La había. También es cierto que la policía solucionaba las situaciones, en un sentido literal, a porrazos. La sociedad española tenía que caminar hacia la santidad a hostias – en todos los sentidos del término – o, por lo menos, hacia un mundo centrado en un derecho, el de ir como una vela. Que la paz familiar se consiguiera a correazos, que los objetores de conciencia sumaran más años de cárcel que los miembros del PCE, que liberarse de un matrimonio desgraciado fuera punto menos que misión imposible, que la vida se redujera a pensar en el mañana porque era obvio que mientras durara la dictadura tampoco se podía esperar mucho más que comprarse una televisión o un utilitario resulta simplemente innegable.