Para la mayoría, no pasó de ser una comedia entretenida en que se describía cómo los internos de un colegio se iban rebelando de manera creciente contra el gobierno – en realidad, más tonto y ciego que estricto – de los religiosos que gobernaban el internado. Sin embargo – y fue algo que yo capté a la perfección la primera vez que vi la película – en aquel relato aparecía apenas encubierta toda una parábola de la Transición. Aquel colegio religioso recordaba no poco al régimen de Franco donde se alternaban sujetos de mentalidad mostrenca y autoritaria – el sacerdote encarnado por Fernando Fernán Gómez – y los que pretendían ser más aperturistas, pero que acababan dando una sensación de resquebrajamiento del régimen como es el caso del director interpretado por Héctor Alterio. Frente a ese régimen anacrónico, las muestras de desagrado habían ido creciendo y, en un momento determinado, los que verdaderamente se opusieron a él pudieron soñar con cambiar todo, quizá de manera utópica e irreal, pero lo soñaron. Incluso en las paredes del colegio aparecen pintadas aclamando a Azaña, un político odiado por los religiosos, y cuyo nombre, en su ignorancia, los alumnos escriben Hazaña. Sin embargo, ese cambio no tuvo lugar. Los viejos carcamales del régimen fueron, lógicamente, desplazados por una generación nueva – la que se denominó generación del rey – que logró cambiar todo para que todo siguiera igual. En los últimos minutos de Arriba Hazaña, vemos a un nuevo director – José Sacristán con un corte de pelo muy a lo Adolfo Suárez – que consigue hacer las suficientes concesiones – incluidas las votaciones de delegados – para que todo siga exactamente igual. Los que mandan siguen siendo los mismos aunque los más añosos desaparezcan. Por el contrario, aquellos que habían protagonizado la oposición se ven aislados y abandonados. Todo sigue en manos de los mismos aunque pueda parecer todo lo contrario.
Como decía, toda esa trama me pareció evidente cuando vi la película en un cine de barrio de los que había varios en el Puente de Vallecas. Sin embargo, mi padre, por ejemplo, no lo captó y cuando le comenté lo que había captado, me miró con la cara aquella de “qué cosas más absurdas dice mi hijo” o algo peor. Con el paso del tiempo, he sabido que lo que yo capté en la pantalla también lo vieron varios críticos y precisamente por ello, vapulearon la película. Simplemente, era intolerable que se pudiera poner en solfa la Transición – ¡¡que se pudiera prever en qué acabaría todo!! – nada menos que en 1977. He vuelto a contemplar la película varias veces, la última este fin de semana. Me sigue pareciendo una cinta magnífica. De hecho, para mi roza casi la pequeña perfección en todos los aspectos. Quizá por eso la han precipitado en el olvido… porque arroja luz sobre tantas cosas. Merece la pena que la vean.