En agosto de 1531, Juan de Valdés ya se encontraba en Roma. Se trata de un dato que conocemos por una carta que el día 26 de ese mes Juan Ginés de Sepúlveda dirigió a su hermano Alfonso de Valdés y en la que se comentaba el hecho. Muy posiblemente, su llegada a la capital italiana se había producido varias semanas antes. Durante unos meses no se sabrá nada de un Juan de Valdés al que la Inquisición española seguía buscando con ahínco.
Finalmente, el 3 de octubre de 1532, el papa Clemente VII – no precisamente un simpatizante de España - extendió a Juan un salvoconducto para que viajara sin ningún tipo de dificultades al encuentro de su hermano Alfonso. Juan de Valdés aprovechó el salvoconducto e intentó reunirse con su hermano Alfonso. No lo consiguió. Tan sólo tres días después de que el papa le otorgara el mencionado documento, Alfonso moría en Viena víctima de la peste.
Juan se encontró con la corte imperial en Bolonia, pero no permaneció en ella. Decidió, por el contrario, regresar a Roma y quedarse cerca del papa que, al parecer, constituía una vecindad menos arriesgada que la de los servidores de la iglesia católica en España. Sin duda, se trata de un dato bien significativo.
No permaneció mucho tiempo empero en la corte pontificia. La ciudad de Nápoles le brindó un cargo de archivero y lo aceptó. Pero tampoco este nuevo lugar lo retendría. Por razones que desconocemos, la ciudad le invitó a abandonar el puesto que le había ofrecido aunque le entregó la cantidad de mil ducados. Valdés optó entonces por dirigirse una vez más a la corte papal.
Esta nueva permanencia de Juan de Valdés en Roma duró hasta la muerte del papa Clemente VII. Le sucedió en el trono pontificio Pablo III, un papa claramente favorable al emperador Carlos V, y Juan decidió abandonar la ciudad.
En 1535, Valdés se estableció en Nápoles, la ciudad donde permanecería hasta su muerte. En los años futuros iban a conjugarse en Juan de Valdés todas las facetas especialmente atractivas de su personalidad y de su obra. El Valdés humanista e interesado en la cultura daría lugar al Diálogo de la lengua, una de las obras cumbres del Renacimiento español en que se abordan distintos aspectos relacionados con la lengua castellana utilizando la forma del diálogo.
El Valdés interesado por los asuntos políticos se convertiría desde 1537 en veedor de los castillos de Nápoles escribiendo a la vez un conjunto de misivas en las que expresaría su visión preocupada por las acciones llevadas a cabo por el gobierno imperial. Finalmente, el Valdés interesado en la reforma de la iglesia católica y, mediante ella, de la sociedad, escribirá en la ciudad italiana sus obras teológicas más importantes desde las Ciento diez consideraciones divinas a los comentarios sobre el Evangelio de Mateo o los Salmos. Esta última circunstancia resulta especialmente comprensible si tenemos en cuenta que en Nápoles precisamente Juan de Valdés conocería a Julia Gonzaga, la sobrina del cardenal Gonzaga. La dama, bella e inteligente, le pondría en contacto con personas de cierta talla intelectual que se reunían periódicamente a leer y estudiar la Biblia en sus domicilios.
A esas alturas, Valdés, Gonzaga y buena parte de sus compañeros eran protestantes encubiertos. El propio Valdés creía cada vez menos en la posibilidad de una Reforma que surgiera del interior del aparato católico. Así, en su correspondencia podemos ver referencias a su falta de fe en que el concilio futuro -el que luego se celebraría en Trento- cerrara el abismo abierto entre católicos y protestantes. El 19 de abril de 1536 escribió, por ejemplo, a Julia Gonzaga indicándole que el emperador era un “pobre príncipe (que) no advierte que es tiranizado por dos bestias” y punto seguido añadía :
“Lo que ahora se necesita es paciencia hasta que Dios disponga, pues sólo Dios sabe como marcha todo”
Su pérdida de confianza en la acción imperial sólo había precedido en unos meses a su desengaño ante las acciones del papa. El 1 de enero de 1536, por ejemplo, escribió al cardenal Gonzaga quejándose de la manipulación llevada a cabo por Paulo III y de la papanatesca buena fe del pueblo en sus palabras :
“Aquí, creen lo que el Papa dice sobre el concilio como si fuera uno de los evangelistas”.
Lamentablemente, no se equivocaba Juan de Valdés en su pesimismo. El papa no tenía voluntad de dialogar, escuchar o tolerar a los disidentes religiosos sino únicamente de vencerlos recurriendo sin ningún reparo moral a la violencia. Por otro lado, su único posible contrapeso, el emperador, carecía de la altura suficiente para comprender la trascendencia de la situación y actuar en consecuencia.
En julio de 1541, Juan de Valdés exhaló su último aliento en Nápoles. Si triste es la muerte hay que reconocer que, sin embargo, la suya no pudo ser más oportuna. El 8 de enero de 1542 una Bula renovó y reforzó la Inquisición romana. El documento papal pretendía aplastar a los que consideraba heterodoxos y, en buena medida, lo consiguió. De los amigos de Valdés, algunos - como Pierpaolo Vergerio, obispo de Capodistria, que se sumó al luteranismo o Pedro Mártir Vermigli que se identificó con el calvinismo - huyeron y terminaron por pasarse al campo protestante convencidos de que nunca habría una reforma realmente evangélica en el seno de la iglesia católica. Otros - como Pietro Carnesecchi - se convirtieron en víctimas inmediatas de la Inquisición. La propia Julia Gonzaga, como ha mostrado en sus estudios el erudito italiano Antonio Forcellino, formó parte de un conventículo protestante que se reunía de manera clandestina y al que también asistió el artista Miguel Ángel al que algunos, muy erróneamente, insisten en presentar como un paradigma del arte católico. Sólo su muerte libró a Julia de ser juzgada por la Inquisición y sufrir la suerte de Carnesecchi. Por lo que se refiere a Miguel Ángel, acabó retratándose como Nicodemo, el judío timorato que ocultaba su condición de discípulo de Jesús.
En España, por su parte, Miguel de Eguía, el impresor del Diálogo de Doctrina cristiana, se vería obligado a comparecer ante la Inquisición por sus vinculaciones con los erasmistas de Alcalá.
Juan de Valdés quedaría oculto– como tantos otros – a los españoles hasta que lo recuperaron teólogos cuáqueros y comenzó a ser conocido y admirado en todo el mundo salvo en su nación de origen. Triste, muy triste, pero no sorprendente.