Tenía el germano opiniones peculiares como cuando, en 1973, afirmaba aquello de “Esto es una democracia y no Alemania donde no se puede llegar cinco minutos tarde”. Ni que decir tiene que, en nuestra ingenuidad adolescente, no le hicimos el menor caso. Pero no nos apartemos del tema. Horst – que era como se llamaba – nos ordenó leer un libro de Marcel Pagnol titulado Le château de ma mère, es decir, El castillo de mi madre. Como no nos echaba el teutón una mano a la hora de entenderlo y el texto estaba repleto de nombres de plantas y pájaros de aquella gabacha lectura se fueron descolgando, poco a poco, casi todos mis compañeros de clase. Sin embargo, los que sorteamos obstáculos y llegamos hasta el final quedamos impresionados. Así me ha vuelto a suceder cada vez que he vuelto a asomarme de nuevo a este libro. Lo que en apariencia no es sino un ramillete de recuerdos infantiles situados en las colinas de Provenza constituye, en realidad, una reflexión mucho más profunda de lo que parece a primera vista del paso de la infancia a la adolescencia, de la verdadera educación y de la manera en que va transcurriendo la existencia llevándose a su paso a los seres amados y dejándonos de bueno el recuerdo y quizá muy poco más. La manera en que Pagnol lograba combinar el realismo con la ternura, el amor con la verdad, la dureza de la existencia con la esperanza no ha dejado de sorprenderme con el paso de los años. En esta novela, por ejemplo, nos encontramos con un chico normal, encantado con los juegos, descubridor del primer amor y sometido a un padre que sueña con que lo supere el día de mañana. Contemplo a ese padre funcionario honrado a carta cabal – aunque no sea creyente – y descubro a tantos progenitores de principios que consideraban un honor servir a su nación y que abominaban de cualquier desdoro que pudiera empañar semejante cometido. Reflexiono en la madre cargada de bultos, con un bebé apoyado en la cadera y ahorrando a escondidas para los tiempos malos y se me cruzan las imágenes de mujeres que, a lo largo de los siglos, han proporcionado una estabilidad a los imperios no menor que la procedente de los ejércitos o los jueces. El cómo estas personas pudieron ser decentes, desprendidas, dignas, sin someterse a la dictadura de lo políticamente correcto constituirá para algunos un profundo enigma y, sin embargo, la respuesta es de sentido común. Como también lo es – esta novela lo muestra - que no existen paraísos en el futuro porque, de haberlos, quedaron en la infancia.