La primera profesora de ruso que tuve, allá por el año 1975, solía decir que en las obras teatrales de Chéjov nunca pasaba nada. No era mala profesora, aunque, como convencida comunista odiaba a Solzhenitsyn y en su juicio sobre Chéjov se equivocaba de medio a medio. Si algo se puede decir del teatro de Chéjov es precisamente que en él se entrelazan multitud de situaciones y que constituye mucho más que un panorama cortical de la sociedad rusa de inicios del s. XX. La gaviota es un ejemplo sazonado de lo que afirmo. En una finca de verano confluye un conjunto de personajes que permiten analizar toda una época. El escritor famoso que se sabe mediocre, la actriz cansada, la joven con ilusiones, el joven pedantemente rebelde, la casada cansada y ansiosa de cambiar de vida, el marido egoísta y desconsiderado, el profesional que se ve vacío moral y psicológicamente tras años de ejercicio… Los intérpretes superficiales de Chéjov suelen decir que se trata de esa sociedad decadente que sería barrida por la revolución bolchevique. Personalmente, estoy convencido de hay mucho más en La gaviota de lo que indica ese análisis ramplón. En sus escenas, se describen la familia y el matrimonio, la juventud y la vejez, la vanidad y el vacío existencial, el miedo y la esperanza, el ansia de éxito y el fracaso, incluso las relaciones materno-filiales y el amor esperado y frustrado. Precisamente por ello, resulta tan extraordinariamente actual. Tanto que la última vez que la contemplé representada por el Teatro de cámara Chéjov que dirige Ángel Gutiérrez me dije que la acción podría haber transcurrido en un chalet de la sierra de Madrid o de Matadapera, en Torremolinos o en Alicante. Y es que Chéjov es un clásico ruso y, precisamente por ello, resulta no sólo intemporal sino universal.