Su autor, Ángel María de Lera, había sido un combatiente derrotado a la vez que anarquista y su talento literario no sólo le deparó aquel galardón sino también la publicación de sucesivas obras de éxito. Por lo que se refiere al relato, era muy bueno literariamente y muy ecuánime históricamente. Todo ello bajo una dictadura real aunque, a la sazón, atravesara por sus mejores momentos. Hace algo más de una década intenté publicar una novela sobre la guerra civil en Madrid. Las dos editoriales a las que propuse editarla rechazaron de plano la posibilidad. No lo hicieron por razones literarias porque ni siquiera consintieron en examinar el original. Mucho menos por causas económicas porque, por aquel entonces, llegué a tener, a la vez, los tres primeros puestos en listas de best-sellers, algo que, hasta donde yo sé, sólo consiguió y por más tiempo Fernando Vizcaíno Casas. La razón que se me dio con mueca de profundo desagrado es que no resultaba oportuno publicar ciertas obras. Ya resultaba bastante malo, pero todo es susceptible de empeorar y, al fin y a la postre, ambas editoriales, que habían ganado millones con mis libros, decidieron no poner una sola línea mía en papel. Una de las editoras llegó a afirmar con frase lapidaria: “César Vidal no publicará un libro más hasta que no aprenda la lección”. Nunca se me dijo cuál era, pero imagino que se trataba de aceptar que sobre ciertas cuestiones no se puede hablar ni escribir si se pretende transitar por ciertos lugares. Por ejemplo, que nadie aspire ganar premios que cuentan con la presencia del político de turno si éste puede sentirse molesto al contemplar al escritor. Insisto en ello: de Lera ganó un importante premio literario porque lo merecía y porque la dictadura no lo impidió ni de lejos. Lo otro lo experimentó quien escribe este artículo y está convencido de que no se trató de una excepción porque conoce casos semejantes. Curiosa democracia donde la autocensura sobrepasa el poder de los censores, no pocas veces cerriles y pacatos, de Franco.