Leí primero el libro en una versión condensada del Reader´s Digest cuando tenía diez u once años. La película la vi en televisión un par de años después y me pareció prodigiosa. Tendría unos catorce o quince años cuando leí el libro en inglés. La autora transcribía el lenguaje de los negros como sonaba y recuerdo que tuve que leer esas partes del libro en voz alta para así entender lo que decían. De nuevo, la acción me fascinó y, sobre todo, me cautivaron la sensibilidad, la belleza, el sentimiento cristiano que aparece en sus páginas. Creo que no sorprenderá si afirmo que he leído y releído la novela varias veces desde entonces. No les voy a contar la trama. Baste decir que el relato es narrado por una niña que recuerda aquellos años en que vivía junto a su hermano y junto a su padre, el abogado Atticus Finch. En esa infancia, ocupa un lugar – pero no el único – la acusación contra un joven negro de haber violado a una chica blanca. Finch se encarga de la defensa. Creo que uno de los momentos que nunca olvidaré fue cuando, al final de la película, Finch recoge en su regazo a su hija dejando de manifiesto la relación tan especial que mantiene con ella. Un día, hace más de veinte años, así fue como terminamos de ver la película mi hija y yo. De repente, ella apartó la vista de la pantalla, volvió su rostro hacia mi y sonrió. Se había percatado de que nuestra relación era muy semejante a la que acabábamos de contemplar. Desde entonces ha sido cada vez más profunda. Dios y la vida regalan en ocasiones instantes extraordinarios como ése.