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Jueves, 21 de Noviembre de 2024

El libro de Pilar Urbano

Martes, 29 de Abril de 2014

Me ha tomado mi tiempo – son 863 páginas con índices – pero, al fin y a la postre, me he leído La gran desmemoria, el libro de Pilar Urbano, que cubre el período de la Transición que llega hasta el 23-F. Debo señalar que la obra no es propiamente un texto de Historia.

Metodológicamente, dista mucho de poder serlo. Por ejemplo, Pilar Urbano entrecomilla textos sin darnos la referencia, se harta de citar conversaciones con muertos que no pueden desmentirla sin proporcionarnos siquiera la fecha en que tuvieron lugar, se dedica a defender posiciones propias del nacionalismo vasco (p. 351-2), falta a la verdad al decir que la iglesia católica no realizó presiones durante la Transición (p. 347) cuando la realidad es que las descargó y fortísimas hasta el punto de pergeñar unos acuerdos iglesia-estado que no sólo eran pre-constitucionales sino que determinaron la constitución; e incluso repite una y otra vez términos como A Coruña en boca de personajes que, a inicios de los ochenta, no los hubieran utilizado ni hartos de vino, etc. Con todo, el libro sí es una crónica de la época que se lee con interés y que tiene datos notables.

La propaganda de los medios de comunicación ha hecho hincapié en que el libro revela no sólo la responsabilidad del rey en el golpe de estado fallido del 23-F sino también el papel de otros partidos. Lamento decir que los que se compren el libro con la esperanza de encontrar semejante tesis entre sus páginas se van a sentir muy desilusionados porque la obra de Pilar Urbano suscribe desde la fecha a la firma lo que se podría denominar la versión oficial sobre el 23-F. En realidad, tampoco resulta sorprendente que así sea. Me explico.

El 23-F lo que quedó claro para todos los españoles era que Tejero había entrado como un energúmeno en el congreso, que Milans había sacado los tanques a la calle, que se oía música militar por la radio… y que el rey paró el golpe con un mensaje inequívoco emitido por Televisión española. Semejante versión provocó la ira de una extrema derecha airada que no podía perdonar que no hubiera acabado la democracia sustituida por una Junta militar como la de los coroneles en Grecia y que se apresuró a decir que la culpa de todo - ¿cómo no? – la tenía el rey. Nadie lograba entender – yo, desde luego, no lo conseguí - por qué el rey habría iniciado un golpe para luego abortarlo, pero los que recordaban el régimen de Franco como si fuera el jardín del Edén te miraban con cara rara porque no te tragabas la Historia y te explicaban no sólo la presunta culpabilidad del rey sino que añadían: “y los militares han sido unos caballeros de cojones”. Nunca terminé de saber qué tipo de caballeros eran esos, pero, desde luego, lo que me quedó claro siguiendo el juicio de los golpistas es que los golpistas eran o idiotas o bellacos o fanáticos o una combinación de dos o tres de los elementos. Porque en el proceso claro como el agua de los arroyuelos quedó que intentaron escudarse en el rey para defenderse del crimen gravísimo de haber pisoteado la legalidad como si fuera un felpudo.

Las tesis difundidas por la extrema derecha en cuanto a la responsabilidad del rey - ¡el rey que acabó con el golpe! – no pasaron de ser hablillas hasta que se publicó el libro de Jesús Palacios que atribuía el 23-F al entonces CESID. Disto bastante de estar de acuerdo con las tesis de Palacios. No sólo no me convencen en sus conclusiones finales sino que además me parecen cogidas por los pelos. Así se lo he comentado más de una vez, pero reconozco que argumenta con cierta coherencia lo que no pasó de ser un murmullo durante años. Como además el rey no tardó en desilusionar a un sector importante de la derecha y millones estaban hartos del PSOE, solucionar la ecuación del 23-F diciendo que fue un golpe regio con respaldo socialista se convirtió en una tesis que a muchos resultó dulcísima. Soy consciente de que no me va a ganar amigos decirlo, pero esa tesis no se sostiene sobre la base de las fuentes históricas – no escasas – que tenemos.

Es posiblemente cierto que el rey estaba harto de Suárez entre otras razones porque el presidente había decidido volar solo y no siempre con la debida cortesía; es también presumiblemente cierto que se sentía molesto porque, en lugar de presentar su dimisión tras convocar las primeras elecciones democráticas, optó por presentarse y así perpetuarse en un puesto que había sido de designación regia; incluso es posiblemente cierto que el rey había comentado con más de uno y más de dos que estaba un tanto hartito del abulense. Todo eso seguramente es cierto, pero de ahí a que el rey organizara el golpe va un abismo. El padre del golpe no fue otro que el general Armada, un personaje de más que dudosa moralidad, notable fanatismo religioso – es curioso como Pilar Urbano no menciona que, como ella, era miembro notorio del Opus Dei aunque así ha quedado consignado por varios autores – desprecio absoluto hacia la legalidad y ambición desmesurada. Armada llegó a la conclusión de que podía sustituir a Suárez y se aprovechó no sólo de la confianza regia – no se me ocurren muchos cortesanos que se hayan comportado de una manera más vil – sino del deseo que tenían no pocos militares de acabar con la democracia y ajustarles las cuentas a ETA. Armada llegó a protagonizar sonoras zapatiestas con Suárez entre otras razones porque el gobierno había legalizado el divorcio lo que, a su juicio, era intolerable. En una sociedad como la española de hoy en día, que alguien mantenga una posición así sería considerado de locos y más cuando, desde hace años, resulta no pocas veces más fácil obtener una nulidad ante un tribunal eclesiástico que un divorcio en un juzgado civil. Pero entonces la situación no era así y cualquiera que tenga memoria recordará que los obispos armaron un tiberio con la ley del divorcio mucho mayor al que protagonizarían años después en relación con el matrimonio entre personas del mismo sexo. Aunque a alguno le parezca chocante, semejante conducta tenía su coherencia. En los años setenta, la legalización del divorcio era un claro símbolo de que la iglesia católica no controlaría la legislación de familia como llevaba haciéndolo siglos con la excepción del período de la Segunda república. Se trataba de una píldora nada fácil de tragar y las manifestaciones fueron clamorosas. Algunos no lo recordarán como tampoco tendrán memoria para acordarse de que hubo obispos que clamaron contra la aparición de Susana Estrada en un debate de televisión o contra la serie “Farmacia de guardia” porque ls protagonistas eran una pareja de divorciados. Pero volvamos a la Historia.

Utilizando el nombre del rey – pero sin permiso alguno - Armada fue liando a gente que estaba más que dispuesta a dejarse liar. Tejero que ya había estado por dar un golpe se apuntó encantado con la idea de que el rey estaba detrás. ¿Qué vamos a decir de Milans y otros? Y, por supuesto, Armada tanteó a políticos de todos los signos para ver si les gustaría ser ministros en un posible gobierno de concentración nacional. ¿A alguien le sorprende que los políticos del signo que fueran y los no políticos le dijeran que sí o que, al menos, desearan que si llegaba a presidente del reino no los olvidará? A mi, desde luego, no. Porque no es que fueran socialistas los que dijeron que sí. Los hubo, pero también estaban en la lista de Armada gente de la derecha que estaba más a la derecha de UCD – como Fraga – del PCE – como Solé Tura o Tamames – de la misma UCD como Herrero de Miñón!!! Y así llegó el día el golpe.

Como queda de manifiesto en el libro de Pilar Urbano – que ya escribió otro hace años dedicado en exclusiva al golpe y titulado Con la venía yo investigué el 23-F – al rey le pilló totalmente de sorpresa, cosa rara si es que estaba en el ajo. No sólo eso. Desde el primer momento, se aplicó a la tarea verdaderamente compulsiva de frenarlo. Armada intentó plantarse en Zarzuela para dar así la impresión – falsa – de que el rey lo respaldaba, pero a esas alturas tanto Juan Carlos como Sabino se habían percatado de lo que era Armada y no sólo no le permitieron aparecer por la residencia regia sino que además se dedicaron a intentar neutralizarlo para evitar que sumara a las capitanías generales al golpe. Sabino insistiría en aquello de que Armada “ni está ni se le espera”. En paralelo, Armada no paraba de decir que el Borbón era “voluble”, pero que si él estaba al lado lo convencería. Conmovedor.

 

Pero Armada no estaba dispuesto a perder la oportunidad de ser presidente aunque implicara abandonar el uniforme que había manchado con su villanía. Insistió en ir al congreso para convencer a Tejero de que le dejara pasar para que lo votaran jefe del gobierno. Tejero – que no destacaba precisamente por su inteligencia – se agarró el rebote que era de esperar porque no había dado el vergonzoso espectáculo de entrar como una bestia parda en el congreso para que, en vez de una dictadura militar, siguiera existiendo la democracia. Dada la cerrilidad de el del tricornio, Armada – que habló también con Milans a ver si éste se apeaba del tanque – incluso llegó a ofrecer un gobierno militar, por supuesto, también presidido por él. Su sueño se hacía humo mientras Tejero decía que no se subía a un avión huyendo al extranjero aunque, eso sí, logró un pacto que permitió que salieran impunes los golpistas a cambio de que no corriera la sangre por el congreso.

Esto es lo que cuenta – bastante amenamente por cierto – Pilar Urbano añadiendo algún detalle menos conocido, a pesar de que algunos lo hemos contado, como que Suárez quiso volver ser presidente del gobierno el 24-F y descubrió que no sería posible.

Con todo, el libro también relata alguna cosilla que no era tan conocida. Por ejemplo, Pilar Urbano señala que Pío Moa, a la vez que formaba parte de la organización terrorista GRAPO, era un agente de la policía franquista. Urbano, citando nada más y nada menos que al general Sáenz de Santamaría como fuente, señala que “el grapo Pío Moa era un infiltrado de Conesa”. Para los que no lo sepan, Conesa – al que algunos llamaban con cierta guasa “el superagente” – era el jefe de la sección de la policía franquista encargada de la represión política. ¿Decía la verdad Sáenz de Santamaría y Moa no fue nunca sino un agente de la dictadura disfrazado de terrorista y sirviendo por tanto a los intentos de imposibilitar la Transición hacia la democracia y luego desestabilizar la democracia una vez nacida? Si fuera así explicaría, ciertamente, muchas cosas. Por ejemplo, el hecho de que Moa haya podido escribir libros notables sobre la Segunda República – sucedió también con otros policías de Franco – pero, a la vez, haya difundido una versión indocumentada y ciegamente positiva del franquismo o que haya dado repetidas muestras de un desconocimiento rampante de la Historia de España sustentado en afirmaciones del reaccionarismo más rancio y carente - ¡una vez más! – de un conocimiento elemental de las fuentes. Pero esa coincidencia ciertamente notable no implica una relación causa y efecto y yo no la afirmaría jamás. Insisto: ignoro si Moa fue un agente doble como se recoge en el libro de Pilar Urbano y la verdad es que me importa un bledo.

 

Resumiendo: si alguien busca pruebas de que el rey estaba detrás del golpe en comandita con los socialistas va a lamentar el dinero que le haya costado el libro de Pilar Urbano. A decir verdad, aunque fuera así no estoy seguro de que se vendiera completamente la edición publicada por Planeta. La historia del 23-F no es la de un monarca perverso en comandita con la izquierda sino la de un hatajo de fanáticos – algunos dirán que patriotas, pero aunque así fuera no resta nada a su fanatismo – torpes hasta la saciedad a la hora de dar un golpe, despectivos ante la legalidad como suelen serlo los golpistas y decididos a hacer lo que les salía de los galones sin importarles un pito la voluntad del pueblo español. Con todo, si alguien no leyó el libro anterior de Pilar Urbano o no conoce el golpe del 23-F, la obra no está mal como acercamiento, pero nada más.

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