El Mesías[1]
El título de «Mesías» y, más específicamente, su equivalente griego jristós cuenta con una relevancia muy clara a lo largo de la Historia del cristianismo. Éste deriva incluso su nombre de la misma palabra y aún sigue siendo costumbre denominar cristología a la rama de la teología que estudia a la persona de Jesús. No obstante, resulta auténticamente difícil aceptar que tales hábitos estuvieran ligados a las primeras manifestaciones del cristianismo primitivo. Como ya señalamos en la introducción, el apelativo «cristianos» es relativamente tardío, surge en medios gentiles (Hch. 11, 26) y, muy posiblemente, cuenta en sus inicios con una connotación peyorativa. En cuanto a la aplicación a Jesús del título «Mesías» o «Cristo», requiere matizaciones importantes en el terreno del judeo-cristianismo afincado en Israel.
El judaísmo del Segundo Templo carecía de un concepto uniforme del mesías, como, al menos en parte, se ha podido desprender de los otros títulos ya estudiados. Ciertamente, este Mesías podía ser equiparado en algunos casos al Siervo de YHVH o al Hijo del hombre, pero esa postura no era generalizada. En ocasiones, el Mesías era contemplado más bien como un dirigente dotado de características que hoy consideraríamos políticas. Eran asimismo contradictorias las tesis acerca del comportamiento que el Mesías mostraría hacia los gentiles e incluso podemos aceptar, según se desprende de los escritos de Qumrán y quizá de la pregunta del Bautista registrada en Mateo 11, 3, que la creencia en dos mesías gozaba de un cierto predicamento en algunos ámbitos judíos.
El concepto judeo-cristiano de mesías era, como veremos en las páginas siguientes, medularmente judío y contaba con paralelos claros en el judaísmo, pero, al igual que sucedió con otras concepciones judías sobre el mesías, asimiló en su interior algunos aspectos admitidos por ciertos sectores del judaísmo y procedió a descartar ostensiblemente otros.
Como ya hemos indicado, la palabra hebrea masiaj significa «ungido». En ese sentido, sirvió para designar al rey de Israel (1 Sa. 9, 16; 24, 6) y, en general, a cualquiera que recibía una misión específica de Dios, fuera sacerdote (Éx. 28, 41), profeta (1 Re. 19, 16) o simple instrumento —incluso pagano— de los designios divinos (Is. 45, 1).
Según 2 Sa. 7, 12 y ss., y el Sal. 89, 3 y ss., David había recibido la promesa divina de que su reino quedaría establecido para siempre. La decepción causada por los acontecimientos históricos en relación con esta esperanza fue articulándose paulatinamente en tomo a la figura del Mesías como personaje futuro y escatológico (aunque es poco frecuente que el término masiaj aparezca en el Antiguo Testamento con ese contenido; v. g.: Sal. 2 y 72).
La literatura extrabíblica coincide con el Antiguo Testamento en la adscripción davídica al linaje del Mesías (Miq. 5, 2, etc.) pero, mientras pasajes del Antiguo Testamento, como los de Jr. 30, 8 y ss., o Ez. 37, 21 y ss., consideran que la aparición de este rey nombrado por Dios implicará una salvación terrenal, final y eterna, podemos contemplar en 4 Esdras 7, 26 y ss.; 11-14; Baruc 29, 30, 40 o Sanedrín 96b y ss., la idea de que el reinado del Mesías sólo será provisional y que precederá a otro definitivo implantado por Dios. También resulta obvio que las características de este monarca aparecen de manera diversa en las distintas fuentes. En el libro bíblico de Zacarías (9, 9) nos encontramos frente al retrato de un mesías manso y pacífico.[1] Sin embargo, en los extrabíblicos Salmos de Salomón (17 y 18), por el contrario, aparece la imagen de un monarca guerrero que iba a destruir a los enemigos de Israel. Que esta idea estaba muy arraigada en la época de Jesús es cierto, pero, como hemos podido ver al analizar otros títulos de connotación mesiánica, ni era exclusiva ni era la única.
En relación con el linaje davídico de Jesús que le atribuyen los Evangelios (especialmente las genealogías de Mt. 1 y Lc. 3) cabe decir que es muy posible que sea históricamente cierto.[1] Resulta indiscutible que los primeros cristianos lo daban por supuesto en fecha muy temprana, tanto en ambientes judeo-cristianos situados en Israel (Hch. 2, 25-31; Ap. 5, 5; 22, 16) como en la Diáspora (Hab. 7, 14; Mt. 1, 1-17 y 20), paulinos (Rom. 1, 3; 2 Ti 2, 8) o lucanos (Lc. 1, 27 y 32; 2, 4; 3, 23-8). Eusebio (HE III, 19 y ss.) recoge el relato de Hegesipo acerca de cómo los nietos de Judas, el hermano de Jesús, fueron detenidos (y posteriormente puestos en libertad) por Domiciano, que buscaba eliminar a todos los judíos de linaje davídico. A través de este autor nos ha llegado asimismo la noticia de la muerte de Simeón, primo de Jesús, ejecutado por ser descendiente de David (HE III, 32, 3-6). De la misma manera, Julio el Africano señala que los familiares de Jesús se jactaban de su linaje davídico (Carta a Aristeas, LXI). Desde luego, no hay en la literatura judía ninguna negación de este punto, algo difícilmente creíble si, en realidad, Jesús no hubiera sido de ascendencia davídica. Incluso algunos autores han interpretado San. 43a —donde se describe a Jesús como qarob lemalkut («cercano al reino»)— como un reconocimiento de esta circunstancia.[1] Los judeo-cristianos no debieron de encontrar difícil, por lo tanto, aplicar tal título a Jesús.
No obstante, el título de «Mesías» es utilizado siempre en contextos que permiten reconocer como tal a Jesús, pero que impiden su identificación con una visión política similar a la contemplada, por ejemplo, en los Salmos de Salomón. Que esa visión es retrotraíble al propio Jesús nos parece difícil de discutir, pero se trata de un tema que excede el objeto del presente trabajo.[1] Lo cierto es que el judeo-cristianismo de la tierra de Israel rehuyó usar el título a secas y cuando lo hizo lo asoció con otros que marcaban la clave para su interpretación específica. A la pregunta de si Jesús era el Mesías, sólo cabía responder con una afirmación, pero no con cualquier clase de afirmación. Jesús sí era el Mesías (Hch. 2, 31), pero no el guerrero sino el ejecutado injustamente (Hch. 2, 36; 4, 10), según el propósito salvador de Dios (Hch. 2, 23); Jesús sí era el Mesías (Hch. 3, 6) pero no el destructor de los gentiles, sino el que otorgaba sanidad (Hch. 3, 6; 4, 10; 9, 34), el que había padecido como siervo sufriente (Hch. 3, 13), el que había sido justo e injustamente tratado (Hch. 3, 14), según las Escrituras (Hch. 3, 18) y, pese a todo, fue testigo fiel (Ap. 1, 5); Jesús sí era el Mesías (Hch. 4, 10), pero no el monarca racialmente judío que uniría a la nación contra Roma, sino la piedra rechazada por Israel (Hch. 4, 11).
Ya hemos podido observar que existían paralelismos judíos a esas visiones concretas. Como ha señalado muy acertadamente David Flusser:
La concepción cristiana de Cristo no se originó en el paganismo, si bien el mundo pagano no tuvo grandes dificultades en aceptarlo por existir en su seno algunas ideas paralelas. Personalmente considero que este concepto tuvo su origen en el sector judío predispuesto a los mitos, que se expresa en los textos apocalípticos, en otras obras apócrifas judías y, hasta cierto punto, en la literatura rabínica y el misticismo judío.[1]
La diferencia judeo-cristiana radicaba, a nuestro juicio, en que ahora podían verse encamadas todas esas perspectivas en la trayectoria histórica de un personaje concreto: Jesús, al que se consideraba, como veremos, también el Señor (Sa. 1, 1; 2, 1; Hch. 2, 36), el único medio de salvación (Hch. 4, 12), el autor de la vida (Hch. 3, 15) y el que habría de volver para implantar su reino de manera definitiva (Sant. 5, 7) restaurando todas las cosas (Hch. 3, 21). Sería precisamente esta matización, llevada del deseo de evitar los confusionismos, lo que acabaría por dar al título —paradójicamente secundario si atendemos a la frecuencia de su utilización— un papel de engarce y absorción de todas las interpretaciones que el judeo-cristianismo formularía de la vida de Jesús.[1]
CONTINUARÁ