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Miércoles, 13 de Noviembre de 2024

La Cristología (VII): El Nombre y la Palabra

Domingo, 21 de Febrero de 2016

LOS PRIMEROS CRISTIANOS: LA IDEOLOGÍA DEL JUDEO-CRISTIANISMO EN EL ISRAEL DEL SIGLO I (VII): LA CRISTOLOGÍA (VII): El Nombre y la Palabra

El Nombre

Estrechamente relacionado con el mar-kyrios aplicado a Jesús como título de Divinidad, se encuentra el término «Nombre». Éste tuvo una importancia trascendental en el judeo-cristianismo asentado en Israel. Se empleaba en la fórmula bautismal (Hch. 2, 38; 10, 48); se utilizaba para realizar curaciones (Hch. 3, 6 y 16; 4, 30; Sant. 5, 14); se conectaba con la única manera de salvación y perdón de los pecados (Hch. 4, 10-12; 10, 43); se usaba, quizá, como medio intercesor en la oración (Hch. 4, 30) y aparece incluso como título sustitutivo de Jesús (Hch. 5, 41). En resumen era el «nombre» más elevado pronunciado bajo el cielo (Hch. 4, 11-12; Flp. 2, 10-1), un nombre blasfemado por los enemigos de Dios (Sant. 2, 7) pero al que los verdaderos discípulos debían ser fieles frente a cualquier ataque (Ap. 2, 3 y 13; Hch. 5, 41, etc.).

Tanto el judeo-cristianismo de la Diáspora (Heb. 1, 4; 1 Pe. 4, 14; 1 Jn. 2, 12; 3, 23; 5, 13, etc.) como el paulino (Rom. 10, 13; 1 Cor. 1, 2; 5, 4; Flp. 2, 9-10; etc.) conocían esta teología del Nombre, pero no añadieron nada sustancial a la misma y, por otro lado, de manera significativa, no estaba aquélla destinada a tener larga vida en el cristianismo posterior.[1]

Sin embargo, en el judeo-cristianismo asentado en Israel y en el medio judío hostil al mismo sí que revistió una enorme importancia y buena prueba de ello es que la conexión de Jesús con el término «Nombre» fue pronto atacada por las autoridades judías (Hch. 4, 17-8; 5, 20), posiblemente conscientes de lo que podía ocultarse tras la misma. El Talmud nos ha transmitido noticias de cómo el enfrentamiento con el uso del «Nombre» de Jesús se mantuvo desde el siglo I hasta, posiblemente, el IV, y de cómo las autoridades rabínicas consideraban especialmente nocivo el aceptar ser curado en virtud del mismo (Tos., Jul., 2, 22-3; TalPal Shab. 14d; TalPal Av. Zar. 40 d y 41a; Av. Zar. 27b.; Midrash Qoh. R. 1, 8 y 10, 5) siendo preferible vivir sólo una hora a aceptar tal eventualidad.

Ahora bien, ¿qué implicaba exactamente el título de «Nombre»? En el Antiguo Testamento, el nombre (shem) era una circunlocución para referirse al mismo Dios (Dt. 12, 11 y21; 14, 23 y ss.; 16, 2 y 11; 26, 2; Ne. 1, 9; Sal. 74, 7; Is. 18, 7; Je. 3, 17; 7, 10-14 y 30). En Filón, el «Nombre» es una de las denominaciones del Logos (De Conf. Ling. 146). Finalmente, en el judaísmo aparecía —y el uso se ha perpetuado hasta el día de hoy— como una circunlocución de YHVH, palabra que se omitía por respeto. Venía a ser así un equivalente de Kyrios o mar con las connotaciones de Divinidad que ya hemos visto al estudiar ese título.

No tenemos razones para pensar que entre los judeo-cristianos la expresión haya tenido otro contenido. Jesús era denominado «Señor» —dándose con un contenido divino del término en un medio judeo-cristiano de Israel— e igualmente se le aplicaba «el Nombre sobre todo nombre» (Hch. 4, 11-12; Flp. 2, 10-11) —¿y qué otro nombre podía ser ése que el del Señor YHVH?— al que se conectó lógicamente con el título de «Señor» y del que se creía y afirmaba que operaba salvación y sanidad,[1] tareas ambas circunscritas al mismo Dios en el judaísmo. Pero esa afirmación de la preexistencia y divinidad de Jesús no se iba a limitar a los títulos de «Señor» y «Nombre» (junto con la interpretación joánica de «Hijo de Dios»), sino que se manifestaría en otro nacido igualmente en el seno del judaísmo al que vamos a referirnos a continuación.

 

La Palabra[1]

El título de «Palabra» es indispensable a la hora de establecer la noción que el cristianismo primitivo tenía acerca de una posible preexistencia de Jesús. Como logos aparece en el judeo-cristianismo de Israel, tal como se desprende de su mención en Ap. 19, 13, y es más que posible que la utilización que del mismo se hace en Jn. 1, 1 y 14 proceda también de un contexto judeo-cristiano no sólo por el antecedente mencionado, sino también por el texto arameo que parece subyacer en este último. Que en este caso el título está conectado con la idea de Divinidad es indiscutible, pero no lo es menos en el primero. El texto de Apocalipsis no sólo considera que el logos es «Rey de Reyes y Señor de Señores» (véase supra) sino que además le aplica el texto de Is. 63, 3, que es una referencia a YHVH.

La imagen del logos es exclusiva del judeo-cristianismo, ya estuviera asentado en Israel (Apocalipsis, Juan o Sant. 1, 18 donde el logos está dotado de un poder regenerador) o en la Diáspora, puesto que esa misma imagen es la que nos encontramos en pasajes como los de 1 Pe. 1, 23; 2 Pe. 3, 5-7; Heb. 1, 3[1] y, quizá, 4, 10. Por el contrario, el título está ausente de los escritos paulinos. Estas dos circunstancias (vinculación exclusiva con el judeo-cristianismo y ausencia en Pablo) no deberían resultamos en absoluto extrañas. Por el contrario, son absolutamente lógicas ya que, aunque existe un amplio desarrollo del logos en el paganismo (Heráclito, el estoicismo, el platonismo, el gnosticismo, el hermetismo, la religión egipcia de Thot, etc.), es posible que alguna de estas concepciones —en absoluto homogéneas— influyeran en autores judíos como Filón. El logos de Apocalipsis y Santiago, de Pedro y Juan encuentra, sin embargo, sus raíces en el judaísmo de Israel y, más concretamente, en la Memrá («palabra o verbo») targúmica.[1]

En los targumim, el término Memrá era, desde luego, una de las designaciones para referirse a YHVH evitando antropomorfismos y, a la vez, describiendo sus acciones de creación, revelación y salvación. Así, por citar sólo algunos ejemplos, aparece creando la luz y separándola de las tinieblas (N. Gen. 1, 3-5), interviene en la creación de los animales (N. Gen. 1, 24-5) y del hombre (N. 1, 26-9), se le atribuye toda la obra creativa (N. Gen. 2, 2a), pasea por el Edén y expulsa del mismo a Adán y a Eva (N. Gen. 3, 8-10), su nombre equivale al de YHVH (N. Gen. 4, 26b), establece una alianza con Noé (N. Gen. 9, 12-17), se le aparece a Abraham como el Dios de los cielos (N. Gen. 17, 1-3), se equipara con este mismo Dios de los cielos (N. Gen. 49, 23-4), se aparece a Moisés en la zarza (N. Éx. 3, 2, 4, 8 y 12), interviene en el Éxodo (N. Éx. 11, 4; 12, 12, 13, 23, 27 y 29), pelea contra el ejército del faraón (N. Éx. 14, 30-1), es descrito como dotado de funciones curativas (N. Éx. 15, 26), se revela en el Sinaí (N. Éx. 19, 3), etc.

Aplicar este título a Jesús implicaba un salto conceptual de no pequeña relevancia como era indicar que Dios, como Logos-Memrá-Verbo-Palabra, se había encarnado en un ser humano. Pero tal noción no surgió ni merced a la influencia helenística, ni tomó terminología helenista ni tampoco se debió a medios cristianos helenistas como aquellos con los que, generalmente, se conecta a Pablo. La terminología y el concepto de «palabra-logos» arrancaron del seno mismo del judaísmo asentado en Israel. Lo novedoso fue afirmar que el Jesús crucificado y rechazado, no sólo era el «Siervo Sufriente», el «Justo» condenado injustamente, la «Piedra» despreciada, el «Hijo del hombre» o el «Mesías», sino que además había tenido una preexistencia como «Palabra-Memrá» de Dios, que en virtud de la misma había intervenido en la creación del universo y en todas las manifestaciones salvíficas y reveladoras de Dios y que, precisamente en conexión con ello, no era extraño que se le atribuyera el «Nombre sobre todo nombre» y se le llamara «Señor». En Jesús se podía ver no sólo al Mesías, sino también al Dios que se había manifestado una y otra vez en el Antiguo Testamento. Que aquella conclusión no era errónea resultaba claro para los judeo-cristianos no sólo porque derivaba de conceptos secularmente judíos,[1] sino también porque se fundamentaba en su experiencia de la resurrección de Jesús (Hch. 2, 32-6) y de la constatación de cómo Dios seguía realizando milagros (fundamentalmente, curaciones) en su nombre (Hch. 4, 9 y ss. y 30; etc.).

 

CONTINUARÁ

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