El rigor de la respuesta de Mahoma provocó una reunión de consejo en la que los judíos no consiguieron ponerse de acuerdo. Algunos abogaban por abrazar el Islam y librarse de cualquier posible problema que pudiera surgir en el futuro; otros eran partidarios de dar muerte a las mujeres y a los niños y morir combatiendo; finalmente, un tercer grupo se manifestó partidario de lanzar un ataque por sorpresa en sábado, día en que, al ser de descanso para los judíos, no esperarían las fuerzas de Mahoma ningún movimiento militar. En cualquiera de los casos, la situación era desesperada por lo que no puede sorprender que aquella misma noche, algunos judíos se dirigieran al campamento de Mahoma y se sometieran. También hubo algún caso aislado de judíos que lograron escapar. Sin embargo, la mayoría capituló logrando únicamente que se les prometiera que su muerte dependería de la sentencia de un awsí. Para esa función, designó Mahoma a Sad b. Muad. La sentencia dictada por el seguidor de Mahoma fue verdaderamente terrible: todos los hombres debían ser degollados y las mujeres y los niños vendidos como esclavos. La manera en que se distinguiría a un niño de un hombre sería si ya tenía vello en el pubis que se pudiera rasurar.
Al día siguiente, se procedió a la matanza. Se cavaron unas fosas comunes al lado de las cuales se procedió a decapitar en masa a los judíos para arrojar los cadáveres en ellas acto seguido. Según las fuentes islámicas, el número de muertos estuvo entre los seiscientos y los novecientos. Sólo, de manera excepcional, algunos de los judíos lograron salvar la vida porque en el pasado habían rendido algún servicio a familias musulmanas. Por lo que se refiere al número de esclavos resultó tan elevado que los habitantes de Yatrib descubrieron que carecían de dinero para comprarlos de manera que el excedente fue enviado a los mercados de Siria y del Nashd. El propio Mahoma se reservó a una judía, al parecer muy bella, que, de manera bien reveladora, prefirió seguir siendo esclava a convertirse en una de sus esposas. El quinto, el resto y los palmerales fueron repartidos.
El juez que había decretado semejante resolución sobreviviría apenas unos días. Había sido herido en la batalla y no se pudo curarle. Hassan b. Tabit le dedicó una elegía.
La noticia de la suerte sufrida por los Banu Qurayza sembró el pánico entre los judíos del norte de Arabia. Intentaron formar una coalición que les permitiera enfrentarse a un ataque de Mahoma, pero la realidad era que no eran un pueblo de hábitos militares sino acostumbrado a llegar a acuerdos para convivir con otros colectivos. Buena prueba de esto es que cuando se ofreció la jefatura de la fuerza futura a Sallam b. Miskam la rechazó y, tras muchas idas y venidas, sólo acabó aceptándola Usayr b. Razim quien inmediatamente comenzó a buscar aliados entre otros árabes que profesaban el judaísmo. Mahoma yuguló tal posibilidad de la manera más directa. Ordenó el asesinato de Usayr b. Razim que fue realizado con prontitud. A continuación, envió a Ali b. abi Talib contra los judíos de Jaybar de los que se rumoreaba que podían buscar una alianza con los Banu Sad en Fadak. Las fuerzas islámicas pusieron en fuga con facilidad a los judíos apoderándose de un cuantioso botín cuyo quinto pasó a Mahoma además de la camella más hermosa, llamada al-Hafida.
CONTINUARÁ
Sobre el tema, véase: W. N. Arafat, “New Enlightenment on the Story of the Banû Qurayza and the Jews of Medina” en Journal of the Royal Asiatic Society, 1976; M. J. Kister, “The Massacre of the Banû Qurayza: A Re-examination of a Tradition”, Jerusalem Studies in Arabic and Islam, 8, 1986, pp. 61-96.