En medio de ese panorama de auto-complacencia, el mensaje de Mahoma no podía resultar grato. Mientras sus contemporáneos soñaban con un futuro de victorias que revitalizaría el culto de la Meca y canalizaría riquezas sin cuento hacia ellos, Mahoma predicaba un mensaje que chocaba totalmente con sus intereses y deseos. Frente a la idolatría[6] presentaba la creencia en un solo dios; frente al culto de la Kaaba, oraba todos los días en dirección a Jerusalén, seguramente por influencia judía; frente al reparto de poder de la Meca, manifestaba su compasión hacia los menesterosos e incluso los esclavos y frente a los sueños de triunfo, asentados en una reciente victoria, anunciaba un juicio terrible para los incrédulos. No resulta difícil comprender por qué no deseaban creer en su mensaje. Hacerlo en esos términos habría implicado aceptar la liquidación de un statu quo grato y de unas expectativas aún más halagüeñas. En no escasa medida, no fue otra la razón por la que, según el Evangelio de Juan (11: 45-57), la casta sacerdotal decidió que era conveniente que Jesús muriese o la que Erasmo le presentó al elector de Sajonia cuando éste le preguntó si Lutero tenía razón en su programa de reforma de la iglesia. El veterano humanista reconoció que Lutero tenía razón en sus opiniones, pero, de manera un tanto cínica, añadió que había cometido dos errores graves, atacar la tiara del papa y el vientre de los monjes.
Si Mahoma se hubiera limitado a hablar de un dios más que pudiera convivir con los que ya recibían culto en la Meca y no hubiera cuestionado los valores existentes, si en lugar de hablar del juicio divino se hubiera referido a un futuro de prosperidad, seguramente, hubiera podido seguir disfrutando de la aceptación social que había tenido durante años. Por el contrario, había decidido oponerse a los poderes religiosos y económicos e, históricamente, esa osadía suele pagarse muy cara.
CONTINUARÁ
Sobre esa época, véase: Véase: J. Akhter, Oc, p. 45 ss; T. Andrae, Mahoma…, pp. 39 ss; K. Armstrong, Oc, pp. 91 ss; M. Cook, Muhammad…, pp. 12 ss; E. Dermenghem, Mahomet…, p. 30 ss; J. Glubb, Oc, pp. 91 ss; M. Lings, Oc, pp. 82 ss; T. Ramadan, Oc, pp. 37 ss; J. Vernet, Oc, pp. 43 ss; W. M. Watt, Oc, pp. 55 ss; C. V. Gheorghiu, Oc, pp. 130 ss.
[6] Sobre la idolatría, véase: G. R. Hawting, The Idea of Idolatry and the Emergence of Islam, Cambridge, 1999.