Esa tarde nos detendríamos a ver el hermoso palacio del Panchen Lama – en realidad, todo un complejo de monasterios y templos - del que dejamos constancia gráfica, una constancia que señala como, en el Tíbet, existe más libertad religiosa que en otra parte cualquiera de China. Las gentes siguen depositando billetes en abundancia frente a las imágenes o en las manos de los lamas, unos lamas omnipresentes que lo mismo entonan salmodias, que vigilan los donativos o se entrenan para danzas rituales.
En unas horas, regresaremos, Dios mediante, a Beijing para luego dirigirnos a Guilin, al sur de China. Allí nos espera – aunque no lo sepamos – uno de los paisajes más hermosos de todo el globo. Pero todavía no hemos alcanzado tan bello lugar. Seguimos en el Tíbet y resulta, pues, indispensable realizar una reflexión final sobre lo que hemos contemplado estos días. No resulta difícil. El Tíbet es una muestra viva de que cualquier lugar del mundo sometido a una jerarquía religiosa es objeto de una maldición social y espiritual de terribles consecuencias. Así es porque esa sobrecogedora tragedia no será percibida por muchos de los que la padecen hasta el punto de que incluso se jactarán orgullosos de la esclavitud que los encadena como si fuera el mejor de los destinos.
Cuando un pueblo renuncia a su libertad y a su capacidad de pensar con sensatez y deposita ambos dones maravillosos en manos de clérigos que les vacían los bolsillos, que modelan la educación sobre sus mentiras, que les enseñan que pertenecen a la única religión verdadera fuera de la cual no hay salvación, que les inculcan la conveniencia de someter la vida civil a la clerical en lugar de colocar un “muro de separación” entre ambas y que además les hacen tragar un relato del pasado falso, pero, supuestamente, glorioso, cuando todo eso sucede, ese grupo humano se ve condenado a ser atrasado y fanático, ciego y soberbio, cerrado y sectario. Creyendo injustificadamente ser lo mejor, gritará “vivan las ca´enas” cada vez que se lo digan sus clérigos y así serán víctimas de una plaga frente a la que resultan benévolas las que Dios envió sobre Egipto. Ciegos, ignorantes, reducidos a la miseria y soberbios, no serán sino esclavos de un poder religioso que los explota y encima hasta se sentirán dichosos por ser siervos y perseguirán sañudamente a los que se opongan a semejante vileza.
Al final, guste o no, para que el Tíbet haya podido salir balbuceante de su atraso de siglos ha sido precisa la reunificación con China – con todo su dolor anejo - y la marcha del Dalai Lama. El progreso ha sido – y es – muy notable. Sin embargo, como en otros lugares del mundo, el Tíbet sólo podrá avanzar realmente cuando, junto al avance material, experimente una revolución espiritual, aquella que Jesús definió como “adorar a Dios en espíritu y verdad” (Juan 4: 21-24), aquella que busca el propio Dios, aquella que no está vinculada a templos o ciudades sagradas, aquella que da realmente la libertad a los pueblos. Ese día no ha llegado para el Tíbet ni, lamentablemente, para muchos pueblos. Dios quiera que nos sea dado contemplarlo a lo largo de nuestras vidas.
(FIN DE LA SERIE)