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Miércoles, 13 de Noviembre de 2024

Desde el Tíbet (VIII): En el Everest

Viernes, 28 de Agosto de 2015

La palabra Everest despierta en nosotros resonancias exóticas y lejanas pespunteadas de nieve, de sherpas y de cordilleras con tono de inalcanzables. Resultaba casi imposible venir al Tíbet y no subir el Everest aunque, por supuesto, no pasemos de poco más de allá del campamento base. Resulta casi imposible, pero no es lo más prudente.

Confiados en nuestra experiencia en el Cuzco, Lara y yo le hemos perdido el respeto al mal de altura lo que no deja de ser una imprudencia. La primera noche en el Tíbet hemos descansado bien sin necesidad alguna de oxígeno ni tampoco problemas. La segunda noche, la del día en que subimos al Potala, Lara ha tenido malestar relacionado con el mal de altura, pero su espíritu aventurero se ha impuesto sobre cualquier incomodidad. Vamos al Everest, pues, y vamos con todas las consecuencias.

El camino no es corto. Resulta ascendente y además, a medida que avanzamos, no resulta difícil observar un deterioro del paisaje. No es que la geografía cambie. Sigue siendo achatada y reseca como si estuviéramos a punto de entrar en Zaragoza. Se trata más bien de que, poco a poco, los puentes modernos, las carreteras excelentes, los frutales a la vera del camino - todo ello debido al gobierno chino - van desapareciendo y, en su lugar, aparece la realidad del Tíbet previa a la administración actual: carreteras cada vez peores, ausencia de infraestructuras y suciedad en dimensiones casi imposibles de comprender en un ser humano. Sin la reunificación con China de los años cincuenta, todo el Tíbet sería sólo esa pústula de miseria, de mugre y de atraso que se percibe ahora en algunos tramos del camino hacia el Everest. Eso sí. Los lamas todavía resultarían más omnipresentes y el Dalai Lama les contaría lo felices que deberían sentirse por pertenecer a la única interpretación adecuada del budismo.

De manera que desafía el estómago más templado, para llegar a nuestro destino tenemos que subir y bajar dos montañas en carreteras no del todo malas, pero cortadas en zigzag. Lo peor, sin embargo, está por llegar. Cuando nos detenemos a cinco mil metros de altura, Lara ya tiene problemas de dolores agudos de cabeza. Nos aseguramos con el guía de que regresaremos si sigue teniendo molestias, pero es una seguridad ficticia. De hecho, el tibetano nos dice que lo mejor es no pensarlo y beber agua y que no habrá ninguna complicación. Y el que no quiera creérselo que reviente, claro…

Cuando llegamos a la tienda donde pasaremos la noche – una especie de chabola a cerca de seis mil metros de altura que compartiremos con otros visitantes – me percato de que no habrá vuelta atrás. Allí habrá que aguantar hasta el día siguientevelis nolis. Pero Lara comienza a sentirse cada vez peor. El dolor de cabeza resulta más intenso por instantes y tiene la sensación de que la cabeza va a estallarle. Me sugiere la posibilidad de regresar y le comento que ahora ya es impensable descender de aquel lugar comunal que parece un poblado marginal donde además sólo hay unos servicios de una suciedad proverbial, proverbial de los tibetanos, claro está.

Es entonces cuando aparece el guía y nos ofrece dirigirnos al campamento base. Lara piensa que quizá allá la podrán atender y, a pesar de no hallarse nada bien, emprendemos el camino. En unos minutos, formamos parte de una fila de chinos – sí, somos los únicos que no lo somos – que esperan a subirse en unas camionetas con capacidad para una veintena de personas que se encaminan al campamento base. En la cola, una niña de unos siete u ocho años se dirige a mi en inglés y entablamos conversación. Le maravilla que viva en América y, especialmente, que Lara, mi hija, sea “beautiful”. En unos minutos, nos encontramos a bordo de un vehículo que nos conduce al campamento base, que nos conduce como si fuéramos a bordo de una coctelera porque, literalmente, nos arroja contra el techo para luego precipitarnos contra el asiento. En un momento determinado, el bus se mete incluso en un lago o un río y tenemos la sensación de que el agua nos anegará de un momento a otro. No es así.

Finalmente, al cabo de unos diez minutos, llegamos al campamento base del Everest situado a unos 5.500 metros de altura. Aparte de una piedra y de un cartel informándonos de la altura, no hay nada allí que recuerde a un campamento. Por supuesto, nada que pueda servir para aliviar a Lara porque no hay ni edificios, ni enfermeros ni nada. Un par de policías aburridos tienen como única misión mantener el orden en la fila de los que, helados, esperamos la llegada del bus que nos llevará de regreso a las tiendas. Más allá de eso, sólo existe la constancia de que nos encontramos a un paso de llegar a los seis mil metros de altura – es decir, más todavía que en las tiendas – y que nos hallamos totalmente solos. Pero Lara parece haberse animado y me siento más optimista.

La temperatura, por cierto, ha bajado sensiblemente. De no ser por una pashmina que me regaló una amiga y que ahora me sirve para envolverme en ella la cabeza no quiero pensar en lo que habría sucedido mientras comienza a caer la nieve, se hace de noche y la temperatura desciende bruscamente bajo cero. Cuando logramos subir a la camioneta de regreso, estoy aterido y sospecho que lo mismo sucede con Lara. Está animada, pero me dice que le sigue doliendo la cabeza. Momentáneamente, se siente mejor cuando le coloco mis manos heladas en las sienes, pero es una sensación pasajera.

Al llegar a la tienda, comprobamos que en ella ya hay asentados ocho o diez chinos. Obviamente, no vamos a dormir solos. Las camas – adosadas a la pared – son, en realidad, una especie de sillones pegados unos tras otros. Son incómodos, pero parece que el frío y la nieve no lograrán entrar en el interior. Vaya una cosa por la otra. El tibetano dueño del incómodo lugar nos pregunta lo que deseamos cenar, pero yo opto por el ayuno y por dormirme a pesar de la luz encendida. Lara tiene mal aspecto. Le insisto en que me avise si nota que está peor. No se puede hacer nada más. No tardo en quedarme dormido. No resulta extraño porque el día ha sido agotador. Deben ser las nueve de la noche y no me despierto hasta aproximadamente la una. Durante los siguientes minutos, en medio del calor de la tienda, mientras intento no moverme demasiado porque mis pies dan contra los de Lara, observo cómo los chinos van saliendo de la tienda a intervalos de diez minutos. Imagino que se dirigen a desaguar en sus cercanías porque, primero, nadie se arriesgaría a entrar en los lejanos servicios con esa oscuridad negra como boca de lobo y, segundo, porque esas son las instrucciones que hemos recibido. Si necesitamos realizar alguna necesidad, debemos dar la vuelta a la tienda y hacerla.

Al cabo de casi una hora, yo también decido salir de la tienda. Nieva. Es una nieve impulsada por el viento y que golpea el rostro haciendo daño. Sirviéndome de la luz del teléfono móvil, logró bordear la tienda. A unos pasos apenas, distingo a dos chinos. Uno de ellos, de pie, sujeta una linterna y un paraguas; el otro, una mujer, está en cuclillas. Por un momento, pienso que hace lo mismo que yo, pero no tardo en comprobar mi equivocación. Está vomitando como si tuviera un grifo en el interior que le estuviera volviendo el contenido de los intestinos del revés.

 

Al regresar al interior de la tienda, la encuentro asfixiante. Lara parece dormir tranquila, pero yo no consigo ya conciliar el sueño. Entre otras razones, porque mi circulación, inesperadamente, se ha desbocado. Noto cómo me late el corazón y tengo la sensación de que las venas de la sien izquierda pueden estallarme en cualquier momento. Mi tensión debe andar por las nubes, tanto como aquella vez que estuve al borde de sufrir un infarto cerebral en el curso de una reunión del consejo de administración de Libertad digital. Claro que en aquel entonces, todo se calmó al concluir el evento y además estaba en Madrid, pero, en estos momentos, no se puede parar y además estoy en el Tíbet. La única salida es practicar ejercicios respiratorios mientras la tensión baja o, al menos, se mantiene.

Durante las próximas seis horas, voy a estar en vela, sólo atento a Lara – parece tranquila - y a mantenerme lo más sereno posible. Hay momentos – lo confieso – en que tengo la sensación de que la cabeza me va a explotar llenando de sangre la tienda. Y así, sin saber cómo moverme, cómo estarme quieto o cómo respirar, penetra en aquel recinto la primera luz del alba. Inmediatamente, Lara me llama. Lo ha pasado y lo está pasando mucho peor que yo. No ha querido despertarme en toda la noche para dejarme descansar y han sido los chinos de la tienda los que, mientras yo dormía, le dieron oxígeno, le ofrecieron té e intentaron que tomara algún comprimido que la aliviara y que ella rechazó. Me dice que tiene la sensación de que la cabeza puede saltarle en mil pedazos de un momento a otro. Somos dos. Me pide que vaya a buscar al guía para irnos. Me meto en un par de tiendas intentando hallarlo, pero mis intentos resultan infructuosos. Al final, doy con él y lo convencemos para marcharnos cuanto antes. Resta pagar la estancia – incómoda como pocas – en la tienda compartida y esperar a que aparezca el conductor de un vehículo que tapona la salida del nuestro.

El camino de regreso no es fácil. De nuevo, en medio de la niebla y la nieve, subimos y bajamos en zigzag una montaña tras otra. Lara me cuenta sus cuitas mientras tanto así como el cuidado que ha puesto en no despertarme por la noche. Se va mejorando, pero muy poco a poco y a medida, por supuesto, que logramos descender unos centenares de metros. Al final, sonríe. Piensa que, con todo, ha merecido la pena la experiencia. También yo sonrío. Pienso lo mismo. No hay que lamentar lo pasado aunque haya resultado difícil o sea fruto de un error. Lo importante es que hemos sobrevivido, que hemos aprendido algo e incluso que podemos contarlo. Ni siquiera la visión terrorífica de unos servicios públicos tibetanos – los chinos han ido colocándolos en los últimos años para convencer a los seguidores de los lamas de que guarden unas reglas elementales de higiene – nos arranca de una sensación de alegría creciente. Un día, podremos contar a nuestros nietos que subimos el Everest hasta cerca de los seis mil metros, pero que ellos no deben hacerlo si están resfriados, no soportan bien el mal de alturas o no cuentan con un entrenamiento suficiente. Lara es aún más optimista que yo. Comenta que, si nos preparamos, el año que viene podríamos subir más alto desde el Himalaya. Definitivamente, lo nuestro es viajar.

CONTINUARÁ

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