Sin embargo, al mismo tiempo, hay que reconocer que la ciudad ha mejorado mucho en las últimas décadas. Cuando yo la visité por primera vez en los años ochenta parecía un poblachón atrasado de Hispanoamérica. Ahora se ven edificios modernos, multitud de establecimientos de multinacionales – los mismos que podrían contemplarse en los barrios de Miami – y un aeropuerto nada desdeñable. Ha prosperado de manera innegable aunque, sin duda, los problemas no son pequeños y van de la delincuencia juvenil – las maras – al desembarco del narcotráfico y la corrupción aunque, comparada con la que se encuentra en Cataluña o en otras regiones españolas, resulta artesanal.
Me invitó la PIER (Primera Iglesia Evangélica Reformada) de San Pedro Sula a cuyo pastor, Daniel Romero, conozco hace tiempo. Dado que se grabaron mis exposiciones en video, espero poder colgarlas en su momento. Ahora sí puedo adelantarles que la recepción resultó extraordinaria y que Daniel tuvo un papel esencial en ella. La misma semana en que llegué a Honduras había pasado yo por una intervención quirúrgica – la extracción de dos tumores que tenía en el pecho – pero no quise suspender el viaje. Hubiera sido imposible que me trataran mejor y mis anfitriones – Erica y Oscar – me trataron con una delicadísima hospitalidad que pasó incluso por mi peculiar dieta.
Aparte de distintas conferencias sobre aspectos diversos relacionados con la Reforma – los tres pilares de la Reforma, el impacto de la Reforma en la Historia y en la sociedad, etc – tuve también la oportunidad de compartir la Palabra de Dios en tres ocasiones. La primera, el martes por la noche, estuve enseñando sobre el mensaje predicado por Jesús; las dos últimas – el domingo por la mañana – las dediqué a la justificación por la fe y al seguimiento de Jesús. En todos los casos, los asistentes superaron varios centenares, pero, sin duda, el número mayor de personas se concentró en un hotel donde di dos exposiciones sobre la Reforma, la primera de carácter teológico, y la segunda, histórico-cultural. Se concentraron cerca de ochocientas personas que escucharon con enorme interés y cordialidad durante más de dos horas y media porque dicté una conferencia a continuación de la otra con tan sólo cinco minutos de descanso entre ambas. Daniel Romero comentaría que este evento había sido el día más feliz de su vida – espero que no fuera así – y la verdad es que fue para dar gracias a Dios porque la gente que acudió resultó enormemente variopinta. Se podría decir que de un extremo a otro.
En todos los casos, tuve, al terminar el evento, una firma de mi libro El legado de la Reforma. En todos los casos, se formaban colas que me recordaban aquellas a las que atendí en España antes de exiliarme. Era una experiencia que sólo muy excepcionalmente había vuelto a pasar y me trajo recuerdos gratos de una época que se fue. Que se fue, que no va a volver y que no lo hará porque, primero, es imposible y, segundo, porque yo estoy en otras cosas. He visto – y sigo viendo – gente aferrada a un pasado que fue bueno y en cuyo regreso sueña hipotecando así el presente y el futuro. La realidad es que nada, absolutamente nada, vuelve lo mismo si es bueno que si es pésimo y por ello deberíamos centrarnos en hacer lo que tenemos delante y no en pensar que retornará lo que nunca regresará.
No menos interesante – aunque la asistencia, lógicamente, resultó menor – fue otro encuentro que tuve con exposición y coloquio posterior. Estuvo dirigido a pastores de denominaciones de origen reformado. Anglicanos, reformados, moravos, luteranos, cuáqueros, menonitas se reunieron para este evento que resultó enormemente interesante. Por cierto, en el caso de los menonitas nos conocíamos desde los años ochenta cuando recorrí Centroamérica asesorando a grupos pacifistas para que fuera reconocida legalmente la objeción de conciencia. Uno de ellos me comentó que mis viajes de entonces les habían sido de gran ayuda y que, finalmente, la constitución había reconocido el derecho a la objeción de conciencia. Así es la vida. Piensas que determinados esfuerzos no han servido de mucho – si es que han servido de algo – y más de tres décadas después te enteras de que cambiaron vidas. Seguramente, ése será uno de los aspectos más gratos de llegar al otro lado. Es posible que allí descubramos que nuestra existencia ciertamente tuvo utilidad, que una sonrisa aparentemente sin relevancia tocó un corazón, que una palabra amable calmó un alma dolorida, que un gesto de compasión salvó la vida de alguien que había deseado quitársela, que alguien descubrió a Jesús y se puso a bien con Dios simplemente porque nos escuchó. Sinceramente, no aspiro a llevarme otra cosa al cruzar el umbral de esta vida.
Ignoro el fruto que esta estancia en Honduras producirá, pero no me cabe duda de que van a venir situaciones inesperadas y nuevas. De momento, yo les seguiré contando en los próximos días lo que ha sido este viaje.
CONTINUARÁ