Cuando lean ustedes estas líneas, Dios mediante, un servidor estará en Centro-América comenzando a impartir una serie de conferencias en distintos ámbitos.
El año pasado China superó a Estados Unidos en Producto Interior Bruto convirtiéndose en la primera economía mundial. No es que el hecho fuera inesperado, pero sí resultó más que sorprendente la rapidez con que se había llegado a una situación que no se esperaba antes del segundo tercio del siglo XXI.
“¿Cuál es la causa de la triste situación presente? La verdad es que existía algo que ya no existe, algo que conservaba libre a la sociedad. ¿Qué era este algo? Nada de extraordinario ni complicado. Sencillamente lo siguiente: quien aceptaba dinero de aquellos que pretendían dominar o arruinar a la nación era aborrecido por todos y ser convicto de corrupción era el peor delito y no existía ni remisión ni perdón. Ahora ha sido introducido lo que arruina a la nación. ¿Qué es? Envidiar a quien ha aceptado dinero, reír si alguien lo reconoce, perdonar a los culpables y, más aún, odiar a quien los censura. En resumen: la corrupción y todo lo que la acompaña”. El autor de estas líneas identificaba el origen de los males de su sociedad, una sociedad democrática, en la corrupción y, sobre todo, en una indiferencia frente a ella que había terminado por corroer sus bases y abrir el camino hacia soluciones demagógicas llamadas a instaurar una tiranía.
Me llega a este lado del mundo un nuevo libro del nunca bien ponderado Francisco Pérez Abellán cuyo título es Prim, la momia profanada. El general fue, sin duda, uno de los personajes más sugestivos de la España decimonónica.
Durante los últimos meses, he ido desarrollando en distintas entregas una serie en la que he señalado no sólo por qué la reforma del siglo XVI era absolutamente indispensable sino que también he dejado constancia partiendo de las fuentes históricas de cómo la iglesia católica había alcanzado un grado de corrupción del evangelio que apenas permitía calificarla como cristiana en el fondo o en la forma.
Si Cervantes fue la quintaesencia de lo noble y Lope, la exuberancia creativa, don Francisco de Quevedo y Villegas encarnó el dominio de la lengua. Madrileño como los anteriores, logró que su poesía alcanzara los cielos y descendiera a los orinales.
Vivir en el exilio tiene peculiares consecuencias y una de ellas es que la memoria, como si fuera una marea imposible de controlar, nos arrastra hasta las playas del presente los recuerdos más inesperados.
Es tarde avanzada – ya noche – en el sur de Estados Unidos y madrugada en España. Yo, tras más de veinticuatro horas de viaje, acabo de llegar a casa.