Estuve el viernes en el acto celebrado por La Mañana de COPE en el teatro Lara de Madrid en ayuda de los necesitados. La iniciativa la ha denominado Federico Jiménez Losantos “Los panes y los peces”. Pocas veces se le habrá puesto un título mejor a cualquier empresa. Repasando el texto en el Evangelio de Mateo (14, 13-21), he encontrado varias cuestiones que llaman la atención. La primera es que fue Jesús – y no los discípulos – el que sintió compasión por la gente (v.14). De hecho, según cuenta Mateo que estuvo allí, los discípulos eran partidarios de enviar a la gente a su casa y librarse de complicaciones (v.15). De nuevo, fue Jesús el que tuvo que señalar que aquella gente estaba necesitada e incluso ordenó a los discípulos: “dadles vosotros de comer” (v. 16). Pero ni por esas. Los discípulos señalaron la escasez de recursos como argumento supuestamente sólido como para lavarse las manos (v. 17). Fue entonces cuando Jesús, no de la nada, sino aprovechando lo que tenían los discípulos, operó la multiplicación (v. 18 ss)… de la que por cierto se recogieron hasta las sobras para aprovecharlas. Salvando las distancias, Federico también ha hecho un llamamiento a la gente para que de lo que tengan den a los necesitados y la gente ha respondido y lo ha hecho de corazón y con generosidad permitiendo que millares de personas puedan comer cada día en esos comedores que ya popularmente se conocen como los “comedores de Federico”.
El 18 de octubre del año 31 d. de C., el senado de Roma fue testigo de un hecho singular. Lucio Elio Sejano, tras no pocas idas y venidas, decidió comparecer ante los padres de la patria.
Comencé a temerme lo peor al escuchar las declaraciones de Magdalena Álvarez sobre las causas de la nevada que paralizó media España. La culpa esta vez no la tenían ni Bush, ni Aznar ni siquiera el cardenal Rouco. No. ¡Qué va! El responsable era un representante de Caja Madrid que estaba en el consejo de Iberia. Lo repito. Me quedé absolutamente abrumado ante la información proporcionada por la ministra de Fomento.
Corría el año 34 d. de C., cuando en Volterra, en Etruria, vio la luz por primera vez un niño que recibiría el nombre de Aulo Persio Flaco. Con el paso de los años y a pesar de ser un provinciano, Persio se abrió camino en la capital del imperio, fundamentalmente, porque disfrutaba de un enorme talento literario. Sus composiciones, escritas en un latín chispeante e ingenioso, fustigaban los vicios de la sociedad de su tiempo, lo que le colocó más de una vez en situaciones comprometidas. En una de sus sátiras, la III, Persio afirmaba lo siguiente: “Ego iam pridem tutorem deum extuli”, lo que podría traducirse como “Hace ya mucho tiempo que sepulté a mi tutor”. La expresión de Persio tenía un significado doble. En una época de la vida – la infancia y la adolescencia - el ser humano necesita de alguien que lo tutele, alguien que la propia Naturaleza identifica como sus padres. Pero llega un momento, el de la madurez, en que cada individuo se ve libre de esa tutela y, de manera personal y responsable, vive su libertad sin la tutela de nadie.
Corría el año 189 a. de C., cuando Catón se enfrentó a Acilio Glabrio en unas elecciones para obtener el cargo de censor. Catón, verdadero ejemplo de honradez y austeridad, conocía sobradamente la manera en que Glabrio se había aprovechado de fondos públicos para crear una clientela que le entregara sus votos. Precisamente por ello, lo denunció con una frase terminante que todos podían comprender: “Fures privatorum in nervo atque in compendibus aetatem agunt, fures publici in auro atque in purpura”, lo que podría traducirse como “los ladrones de bienes privados viven en la cárcel y con cadenas, los ladrones de lo publico viven en medio del oro y de la púrpura”. La reflexión del honrado Catón señalaba una realidad terrible que no se ha modificado mucho con el paso del tiempo. En términos generales, existen dos clases de personas que viven del dinero sacado de los bolsillos ajenos. El primero está formado por aquellos que roban los bienes de los particulares directamente. Éstos, por regla general, acaban en la cárcel. El segundo, sin embargo, está constituido por aquellos que se apoderan del dinero público. Éstos, en multitud de casos, no sólo no son castigados sino que además viven con todo lujo.
El pasado viernes, leí un editorial en La Linterna que provocó una conmoción extraordinaria hasta el punto de que ha sido una verdadera multitud la que ha pedido su texto. Lo reproduzco a continuación.
Corría el año 1531 cuando un humanista inglés llamado William Tyndale comenzó a escribir una obra en respuesta a un ataque escrito que había lanzado contra él un conocidísimo dignatario. Defendía el dignatario que la apostasía siempre es mala porque implica el abandono de un cuerpo espiritual que existía siglos antes de que nosotros llegáramos al mundo. Sin embargo, Tyndale no veía las cosas de la misma manera. De hecho, distinguía entre apostasías buenas y apostasías malas. Las buenas eran aquellas que venían motivadas por la adhesión a la Verdad. Como ejemplo de la veracidad de su aserto, Tyndale esgrimía nada más y nada menos el ejemplo de Cristo y de sus apóstoles y, en un momento determinado de su exposición, lo argumentaba. Los apóstoles habían abandonado un cuerpo espiritual formado por los escribas y por los fariseos, por los sacerdotes del Templo que habían condenado al propio Jesús y que lo habían conducido ante Pilato. ¿Acaso – alegaba Tyndale - esa apostasía había sido mala? ¿Deberían haber permanecido en el seno del aquel cuerpo espiritual que se había enfrentado con Cristo o, por el contrario, habían hecho lo que debían apostatando de él?
De manera más o menos difusa, me identificaba con el modelo socialdemócrata sueco, el de una izquierda supuestamente democrática, neutral y pacifista en el plano internacional y partidaria de todas las causas que yo consideraba nobles.
Los humanistas del s. XV nos transmitieron un adagio griego que consistía en apostillar ante las pretensiones de alguien la expresión “No sin Teseo”.
Recuerdo en mis años de colegio haber escuchado el chiste aquel del pobre mendigo que, tras seis días sin llevarse nada a la boca, se desplomaba en medio de la calle. Por en medio de los transeúntes que rodeaban al infeliz, se abría camino un estudiante de medicina que se arrodillaba al lado del pedigüeño, lo observaba con gesto sesudo y dictaminaba: