ntre mis novelas, La noche de la tempestad siempre ha ocupado un lugar especial. Su trama parte de un hecho histórico concreto y es la manera tan extraña en que quedó configurado el testamento de Shakespeare. No sólo es que dejó todo a su primera hija sino que despreció claramente a su esposa y a los siguientes vástagos.
La manera en que se denomina a un pueblo dice no poco de cómo es considerado. En Rusia, a los alemanes se les llama “ñemetsky”, es decir, aquellos a los que no se entiende, fundamentalmente porque tienen una lengua incomprensible. A los mongoles y otros pueblo de etnia turca, se les denomina “tártaros”. El término tiene trascendencia y mucha. La percepción que de los mogoles tenían los rusos hizo que señalaran que procedían del mismísimo Tártaro, es decir, del infierno.
Señalaba en mi último artículo que, para desconcierto de la izquierda en el plano internacional – donde cree saberlo todo y no sabe casi nada - la calle ha sido tomada en los últimos tiempos por movimientos que se podrán calificar de todo menos de izquierdistas.
No logro recordar cuando comenzó a fascinarme la figura de Abraham Lincoln, pero, con seguridad, fue en la infancia. Había yo leído que Buffalo Bill, uno de mis primeros héroes infantiles, había combatido contra la esclavitud e imagino que esa circunstancia debió conmoverme mucho porque siempre he odiado con todo mi corazón la peculiar institución.
Desde la época de la Revolución francesa en que los “enragés” - curiosamente, un término que podría traducirse por indignados – decidieron violentar las decisiones del legislativo para conducir el proceso político hacia una dictadura, la izquierda se ha creído que la calle es suya.