Una de mis pasiones desde la infancia – en realidad, nunca he dejado de ser del todo un niño de suburbio – es el cine antiguo. Aquellos cines de programa doble y sesión continua fueron parte esencial de mis primeros años vividos entre el Puente de Vallecas y la avenida de San Diego hasta tal punto que me pregunto si no contribuyeron más a mi formación con las películas que proyectaban que muchas horas de colegio. He vuelto a reflexionar en todo esto, mientras veía, tras décadas, una de aquellas cintas emblemáticas de niñez.
Como ya saben los paseantes habituales de este lugar, hace poco más de una semana estuve en Colombia. Hubiera deseado contar mi paso por tan entrañable nación hace ya varios días, pero no ha sido posible. En este mes de octubre, Dios mediante, no sólo comenzarán las emisiones de mi nuevo programa de radio sino que además empezarán a aparecer mis libros – especialmente los descatalogados – en formato electrónico y a precio más que económico y, por añadidura, también se iniciará la publicación aquí mismo de una guía sencilla y práctica para ir estudiando la Biblia. Reconozcamos que no son pocos empeños ni de poca envergadura y por eso mismo juzgué excusable mi retraso en referirme al viaje por Colombia. Como ya está todo encauzado puedo, finalmente, contar algo.
El segundo desarrollo fue la conversión de la penitencia en un sacramento. Ya hemos señalado antes como la confesión pública ante la comunidad acabó, con el paso de los siglos, siendo sustituida por otra privada ante el sacerdote. De la misma manera, la secuencia de pesar por el pecado, confesión y absolución se convirtió en dolor por el pecado, confesión, satisfacción y absolución y, finalmente, en dolor, confesión, absolución y satisfacción.
El colapso del reino católico-visigodo tras la batalla de Guadalete en 711 no fue tan rápido como se suele pensar. A decir verdad, los invasores islámicos tuvieron que someter plazas levantiscas – Toledo se sublevó, por ejemplo, varias veces – e incluso llegaron a pensar en una retirada al norte de África.
Fue en julio de 1975. Un grupo de alumnos de San Antón recorríamos París bajo la dirección del padre Félix que, no obstante, nos dejaba bastante libertad. Mis compañeros habían parado a hacer no sé qué y yo aproveché para entrar en una librería. De repente, mis ojos se detuvieron en dos volúmenes inmaculadamente blancos en cuya portada aparecía un retrato a plumilla de T. E. Lawrence, el famoso Lawrence de Arabia.
Aunque las noticias de actualidad insisten en colocar en paralelo las realidades políticas de Escocia y Cataluña lo cierto es que resulta difícil encontrar dos Historias más diferentes.
“Yo estaba allí”, me dice este hombre pequeño y con sobrepeso, que debe andar más cerca de los noventa que de los ochenta, “Sí. Estaba allí cuando el Che fue capturado”. Observo la foto en la que aparece, mucho más joven, al lado de un Che desgreñado con algunos soldados bolivianos de telón de fondo. “Y ¿cómo reaccionó?”, pregunto. “Quiso evitar que lo mataran. Gritó a los bolivianos que era mucho más útil vivo que muerto”, responde. “Estoy de acuerdo”, reconozco, “En realidad, nunca he comprendido por qué lo mataron. Con seguridad, el Che era mucho más provechoso para Estados Unidos vivo y no sólo por la información que podía dar. ¿Cómo es que la gente de la CIA no lo evitaron?”.