Sucedió hace unos días. Me encontraba en una comida con distintos autores que habían acudido a firmar a la Feria del libro. Enfrente de mi, uno de ellos, siempre cercano a la izquierda, espetó a voces a un editor: “¿Que hay que salvar al PSOE?… ¡Al PSOE que le de por…!” y ya se imaginarán ustedes el resto de la frase.
Desde hace años he venido siguiendo las investigaciones relativas al asesinato de Prim con especial interés. No era para menos teniendo en cuenta que la versión oficial siempre ha resultado insostenible a todas luces y que, por añadidura, el magnicidio implicó el inicio de una deriva que liquidó la primera democracia española e implicó un retroceso en el tiempo.
En mi anterior serie, me detuve en más de una ocasión en referencias a la Reforma del s. XVI. En esta nueva, intentaré mostrar hasta qué punto la Reforma era indispensable y justa y hasta qué punto en ella puede encontrarse un punto de referencia obligado para la situación espiritual de nuestro tiempo.
No revelo ningún secreto si digo que todos nosotros, sin excepción y en algún momento de nuestras vidas, nos enfrentamos con problemas que nos rebasan. No se trata sólo de que la globalización acerque los problemas económicos o de que la crisis económica no revierta o de que ciertas instancias espirituales pretendan tener autoridad moral viviendo en un palacio de cientos de habitaciones.
Hoy es viernes y debería colgar un podcast en esta página, pero he preferido relatar lo que fue mi última firma que – ya lo saben los paseantes – tuvo como escenario Zaragoza. Hacía varios años que no visitaba yo esta ciudad que, durante una década, fue la de mi residencia. La última vez que lo hice fue en la primera temporada de Es. Radio, en un programa de Es la mañana de Federico, en el que aparecimos al completo, es decir, además de FJL, Luis Herrero, Dieter Brandau, Javier Somalo, el Grupo Risa y otros tantos.
Una de las fuentes de mayor satisfacción a lo largo de mi vida ha sido el descubrimiento de documentos inéditos. Dar con datos desconocidos sobre las Brigadas internacionales, exhumar los textos soviéticos que atribuían a Carrillo las matanzas de Paracuellos o leer órdenes ocultas de Lenin son sólo algunos ejemplos.
En 1861, un político de notable experiencia y formación se convirtió en presidente de los Estados Unidos. Su llegada a la Casa Blanca vino acompañada de gritos airados contra su legitimidad y de amenazas de tiempos venideros terribles. Sin embargo, aquel hombre supo convertirse en el jefe de estado más importante de la Historia de su nación al lograr conjurar las ansias de secesión de los estados del sur e impulsar un “nuevo nacimiento en libertad” logrando que “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” no desapareciera de su patria.
Me cuesta cierto trabajo recordar desde cuando soy republicano. Sé que lo era a los ocho años porque cuando leí Corazón de Edmundo de Amicis lo único que me disgustó fue su canto a la monarquía. La causa – estoy convencido – se encuentra en mi enamoramiento de infancia del sistema estadounidense. A esta razón se sumó – tendría doce años – mis primeras lecturas sobre la revolución francesa.