El tercer gran discurso de Jesús no sólo enfocaba el Reino bajo una luz muy distinta de las de otros judíos sino que además planteaba la necesidad de tomar una decisión.
Soy incapaz de recordar una época de mi vida en la que no haya sido republicano. Nunca he dejado de serlo. Sin embargo, a pesar de mis convicciones nada ocultas siempre he tenido muy claro mi análisis sobre el sistema actual.
Tendría yo unos quince años, cuando en el colegio de San Antón se quedaron sin profesor de francés para los cursos de mayores. Acabaron contratando a un alemán, amigo de George Moustaki, bohemio y enamorado de la vida en España.
Una de las características repetitivas de las sociedades cerradas – de mentes cerradas, cabría también decir – es la articulación de medidas hiperprotectoras hacia las mujeres. Concebidas como un segmento de la población sometido a amenazas continuas procedentes de los varones, en torno a ellas se han entretejido castigos feroces que, en no pocas ocasiones, iban más allá de las propias disposiciones legales.
Se acerca el período vacacional y no he podido evitar que me asalten los recuerdos. No sé si será una experiencia común, pero yo recuerdo con bastante exactitud los períodos de mi vida que han sido felices, los que resultaron pasables y los que constituyeron una carga insoportable.
El inicio de la predicación en Galilea
Era yo mucho más joven entonces. Quizá más de un cuarto de siglo. Todavía era común escuchar la música en cassettes y yo entré en una tienda del sur de Estados Unidos buscando música góspel que no conociera. Fue así como mi mirada se topó con la foto de una hermosa mujer rubia.
¿Cómo sería el Reino de Dios? Semejante pregunta ha llevado a no pocas especulaciones a los judíos de todos los tiempos. Para algunos, no sería sino un remedo del actual estado de Israel aunque, eso sí, con Dios y mesías incluidos.