La gente suele tener una idea bastante peculiar sobre lo que es un profeta. En términos generales, el profeta sería para la mayoría aquel que anuncia el futuro. Hay parte de verdad en esa apreciación, pero no constituye la realidad del profeta. ¿Qué es, en realidad, un profeta?
Hace apenas unos meses me encontraba en un programa de TV en Miami, Florida donde se debatía el papel del papa Francisco en la reanudación de relaciones entre Estados Unidos y la dictadura que asola Cuba desde hace más de medio siglo.
A medida que pasan los años desconfío más de las novedades y me aferro más a los clásicos. Hace apenas unos días pasaba por España tras más de dos años de exilio y tuve ocasión de comprobarlo yendo a una función de Alfonso Paso que se representa en el teatro Muñoz Seca de Madrid.
Hace unos meses publiqué esta columna en el diario La Razón. Puede comprenderse la razón de mi inclusión en la lista negra del gobierno ucraniano tras leerse con detenimiento. Lo dejo como se publicó entonces sin mover una sola letra.
Aunque debajo del sol, todo parece absurdo y sin sentido, la realidad es que también existen unos principios de sabiduría – elementales si se quiere – que resultan obvios y que se entremezclan. Por ejemplo, la reputación del sabio es frágil y “una pequeña locura” la puede manchar (10: 1) o, por ejemplo, a pesar de que el sabio conoce lo que ha de hacer a diferencia del necio (10: 2) no por ello faltan los estúpidos en los puestos de gobierno (10: 2-7).