La Historia se construye siempre sobre las fuentes históricas. Si uno desea conocer la verdad sobre Lenin, resulta indispensable leer sus escritos y órdenes; si ansía comprender el islam debe profundizar en los hadiz y el Corán; si busca comprender el judaísmo del Segundo Templo no podrá dejar de lado los escritos pseudoepigráficos, los Targum o los documentos de Qumrán y si se quiere de verdad conocer el cristianismo de Jesús y sus primeros discípulos las fuentes privilegiadas son los escritos del Nuevo Testamento.
El descubrimiento de la Biblia
Gibbon, que tanto se esmeró en describir la decadencia y caída del imperio romano, lo consideró uno de los cinco mejores emperadores no sólo por sus logros sino también por su sabiduría.
El poder de la palabra sigue siendo un fenómeno que no deja de sobrecogerme. Lo he experimentado de manera especialmente conmovedora hace unos días al contemplar un documental argentino de Pablo Racioppi titulado Diálogos.
En mi recuerdo, no por lejano menos vivo, El Salvador aparece como el lugar más espantosamente violento de Centroamérica. A diferencia de la guerra librada por el régimen sandinista frente a la contra, la de El Salvador era visible por las calles y las plazas donde resultaba imposible no sentirse sobrecogido ante la visión de jóvenes a los que una mina “quitapiés” había arrancado una de sus extremidades inferiores.
Roma no sometió totalmente Hispania hasta finales del s. I a. de C., pero los resultados fueron espectaculares. Un ejemplo de ello fue el cordobés Séneca.