En la época de Brezhnev dio la impresión de que el comunismo podía funcionar. Atrás quedaban los años terribles de las purgas stalinistas, las guerras estaban lejos del territorio soviético, las intervenciones armadas en el extranjero eran menos que las que tenían enredados a unos Estados Unidos que iban a perder la guerra de Vietnam y sufrir la herida del caso Watergate e incluso podría decirse que resultaba innegable – así era - el avance en áreas como la sanidad, la cultura, el deporte y la educación.
Las pretensiones del ejecutado Jesús no habían sido, desde luego, escasas. A decir verdad, ningún judío antes o después había afirmado de si mismo cosas parecidas. Todo ello ofrecía un terrible contraste con su final acelerado y trágico.
Era yo niño, muy niño y, de la manera más inesperada, se hizo famoso un grupo de jóvenes que recorría el mundo y que, en español, se llamaba Viva la gente (Up with the People). Como la cancioncilla que les daba nombre era pegadiza acabé aprendiéndola y cantándola al igual que, imagino, millares de españoles.
Como tuvimos ocasión de recalcar en las últimas entregas, el profeta no siempre ejerce su labor a lo largo de toda su vida – como fue el caso de Isaías, Jeremías o Daniel – sino que, en ocasiones, su actividad se ve limitada a momentos muy puntuales. Fue lo que sucedió, desde luego, con Hageo y también con su compañero en el post-exilio Zacarías.
Por eso de que uno dedica cierto tiempo al entretenimiento y, de vez en cuando, aparecen paquetes de DVDs interesantes, esta semana he estado viendo entera la pentalogía de Antoine Doinel que dirigió en su día Truffaut. La primera película – Los cuatrocientos golpes – fue señalada en su día como el inicio de la Nouvelle Vague (Nueva ola) del cine francés.
Carlos Alberto Montaner ha escrito hace unos días un excelente análisis en el que llegaba a la conclusión de que la Historia no absolverá a Fidel. Tomaba así la frase quizá más famosa del dictador cubano y desgranaba el legado real de Castro para señalar que la Historia no puede absolverlo.
Lo soñaron durante más de medio siglo y, tras docenas de anuncios fallidos, llegó, finalmente, el día. Fidel Castro había muerto y su propio hermano Raúl lo había anunciado por televisión. Lo que se produjo a continuación, tras unos instantes de pasmada incredulidad, fue un inmenso, electrizante y omnipresente estallido de júbilo popular como, con total seguridad, no ha conocido jamás la ciudad de Miami.
La figura de Idi Amin no resulta muy significativa para mucha de la gente actual especialmente si tiene menos de cincuenta años. Sin embargo, para algunos de nosotros constituyó una presencia constante de infancia y adolescencia.