Los estallidos de antisemitismo de los que ha sido testigo la Historia comenzaron a partir de la Edad Media a verse teñidos de un argumento teológico que resulta moralmente repugnante y escrituralmente insustanciado, el que afirmaba que los judíos son un pueblo deicida. Según este argumento, el hecho de que el pueblo judío hubiera condenado a Jesús arrojaba sobre sus hombros una culpa que se transmitía de generación en generación. No resulta extraño que, en un intento de liberarse de ese estigma, haya habido autores judíos como Paul Winter que intentaran demostrar – bastante infructuosamente por cierto – que la condena de Jesús había tenido que ver únicamente con el poder romano, pero nunca con las autoridades judías. El historiador, por el contrario, tiene que reconstruir la realidad de lo sucedido y no puede verse sujeto por ese tipo de consideraciones.
Judas debió dirigirse a toda prisa en busca de las autoridades del Templo. Si tenía suerte, podría atrapar a Jesús antes de que abandonara la casa en la que estaba comiendo la Pascua o a no mucha distancia de ella. Pero aún sí esos supuestos no se daban, Judas era la garantía de que podría identificarse a Jesús entre los peregrinos y detenerlo para darle muerte.
Desconocemos lo que sucedió desde la noche del martes en que Jesús reprendió a Judas hasta el jueves en que comenzaron los preparativos de la Pascua. Lo más posible es que Jesús permaneciera prudentemente en Betania. No debió de estar especialmente comunicativo sobre sus propósitos más inmediatos porque la mañana del jueves los discípulos aún no sabían dónde deseaba comer la cena de Pascua y se vieron obligados a acercarse a él para preguntárselo (Lucas 22, 7; Mateo 26, 17; Marcos 14, 12).
Uno de los presidentes más relevantes de la Historia de Estados Unidos contaba el siguiente relato: un campesino se encontró con un lobo en el bosque y, para defenderse de él, lo agarró del rabo. Al instante, ambos comenzaron a moverse en círculo. En ese momento, apareció otro lugareño que, viendo la apurada situación, se apresuró a decir: “¡suéltalo!”. El campesino respondió: “es lo que quiero hacer, pero ¿tu crees que el lobo lo entenderá?”.
¿Hay salida? (XI): Paréntesis andaluz
Tras la segunda guerra mundial, la palabra democracia se consolidó de tal manera que todos los regímenes se la apropiaron apellidándola. Las dictaduras comunistas del Este de Europa se definían como democracias populares, y la franquista olvidó las referencias iniciales al estado totalitario con las que se llenó la boca durante la guerra civil para denominarse democracia orgánica. Había no poco de desvergüenza en ambos casos, pero también de tributo al triunfo de la democracia. Los dictadores tenían que ocultar su condición de tales, porque ser dictador es algo miserable y ruin.
Hace menos de un lustro, el presidente del Consejo europeo, Herman van Rompuy se manifestó favorable a la tasa Tobin, una invención de unos años antes debida al economista del mismo nombre que pretendía gravar fiscalmente las transacciones bancarias. Herman estaba convencido – o lo convencieron porque venía de una reunión del Grupo Bilderberg - pero su hermana Christine tenía una idea muy diferente y, de hecho, no tardó en subrayar que “cualquier nuevo impuesto afectará directamente a los pobres”.
Me llega la noticia de que una asociación de prensa ha decidido otorgar su galardón anual en periodismo económico al catedrático Roberto Centeno. No me cabe la menor duda de que pocas veces habrá estado más justificado un premio. Pero, al mismo tiempo, esa feliz situación me trae a la memoria multitud de reflexiones vinculadas con él.