He observado en los últimos tiempos que los sondeos realizados por diferentes medios y razones coinciden en las últimas semanas en señalar dos aspectos bien concretos: un escandaloso desplome de la audiencia de la cadena COPE y un no menos escandaloso éxito de Es.Radio. Cómo andará la cosa que la semana pasada apareció Alfonso Coronel de Palma, presidente de COPE, en Mundo cristiano para advertir de que los próximos EGMs no serían favorables a su cadena y recordar a todos - ¡como si se pudiera olvidar! – que Federico Jiménez Losantos es un gran profesional de la radio. Colocándose la venda antes de la herida, Coronel indicaba que si los EGMs próximos no eran buenos para la COPE era porque las audiencias tardaban en adaptarse a los cambios.
Comentaba en mi anterior artículo que Ágora, la última película de Alejandro Amenábar, me parecía un panfleto malogrado. No sólo eso, debo añadir. Históricamente hablando el relato constituye una penosa suma de dislates. No voy a entrar demasiado en detalles para especialistas, pero la película – de no ser tan mortalmente aburrida – provocaría una sucesión ininterrumpida de sobresaltos por sus inexactitudes.
Tengo por costumbre no opinar sobre algo que no he examinado de manera personal y rigurosa y una película como Ágora no iba a ser una excepción y más teniendo en cuenta el tono caldeado que, a favor y en contra, han adoptado defensores y detractores. El sábado pasado tuvo oportunidad de verla y si hablo ahora, lo hago con conocimiento de causa. Cuestión aparte es que para resumir las conclusiones a las que llegué necesite más de un artículo. Comienzo señalando que Ágora es un panfleto malogrado.
Cuenta la Historia que en cierta ocasión, Jerjes, el gran rey, el rey de Persia, el soberano más importante de la época, concibió la idea de invadir Grecia sometiéndola a su dominio absoluto. Tendió así un puente de barcas sobre el estrecho que separa Asia de Europa y se dispuso a invadir este último continente. A pesar de lo real de la amenaza, la mayoría de los griegos no reaccionaron queriendo convencerse de que no existía ningún peligro para sus vidas ni sus haciendas. Tan sólo un pequeño contingente de trescientos espartanos a las órdenes de Leónidas se situó en el desfiladero de las Termópilas para detener al inmenso ejército enemigo. Las fuerzas de Leónidas no contaban con la seguridad de vencer a unas tropas muy superiores en número y armamento, pero sabían que su resistencia serviría sobre todo para que los griegos despertaran de su sueño autocomplaciente y se aprestaran a la defensa. Y, efectivamente, así fue. Gracias a aquella resistencia denodada, la de un minúsculo grupo de trescientos espartanos, los griegos se percataron de la amenaza que se cernía contra su vida y su libertad y decidieron enfrentarse a las fuerzas de Jerjes a las que, al fin y a la postre, derrotaron.
Corría el año 1865, y más concretamente el 4 de marzo, cuando Abraham Lincoln fue investido presidente de los Estados Unidos por segunda vez. Aquel día, el cielo estaba nublado y el breve cortejo tuvo que transitar por una avenida cubierta de barro para llevar a cabo la ceremonia. Con todo, lo peor no era el clima ni la situación de las calles sino que la nación se hallaba sumida en una terrible guerra civil que había durado cuatro años y en la que habían perecido centenares de miles de personas. En su discurso, Lincoln recapituló aquella tragedia, hizo referencia a sus causas morales y no dejó de citar la manera en que había que contemplar la mano de Dios incluso en las desgracias que acontecen a lo largo de la Historia. Sin embargo, Lincoln no era fatalista y acabó concluyendo su discurso con las siguientes palabras: “Con malicia hacia nadie, con caridad hacia todos, con firmeza en lo justo, según Dios nos conceda ver lo justo, prosigamos hasta concluir la labor en la que nos hallamos; para vendar las heridas de la nación; para cuidar de aquel que haya sufrido, y también a su viuda y a su huérfano, para hacer todo lo que pueda concluir y consumar una paz justa y perdurable entre nosotros mismos y con todas las naciones”. Cuando Lincoln terminó su discurso, pronunció el juramento, besó la Biblia, se inclinó y, finalmente, abandonó la plataforma. Con aquellas palabras, Lincoln había indicado su firme resolución de seguir luchando por la libertad y por la unidad nacional, pero, al mismo tiempo, había indicado su voluntad de cerrar heridas y de actuar con caridad hacia todos y siguiendo lo que Dios le mostrara.
Pasan las semanas y la actual dirección de COPE continua sin dar a conocer su parrilla para la próxima temporada. Naturalmente, en una situación así los rumores arrecian y los confidenciales – que no aciertan una ni por casualidad – siguen especulando. No sólo eso. En muchos casos, la información que dan es abiertamente falsa. Por ejemplo, han señalado que había una serie de profesionales que vendrían a hacerse cargo de La Linterna y la semana pasada sin ir más lejos yo coincidí con dos de ellos en una comida y me dijeron que habían rechazado de plano tal posibilidad cuando se la ofrecieron. Como bien puede imaginarse, no voy a dar más detalles sobre el tema porque no estaría bien ofender la discreción con que me contaron todo y, sobre todo, dejar mal a algunos de los confidenciales.
Desde luego hay semanas que dan ganas de despertarse en el lunes de la siguiente. No es que resulten esencialmente peores que otras. Se trata sencillamente de que todo se nota más. Los últimos siete días han pertenecido, desde luego, a esa categoría. Y es que, después de la resaca breve de la victoria-derrota en las elecciones europeas, hemos vuelto a encontrarnos con la realidad entera y verdadera de la España de ZP.
Corría el año 279 a. de C., cuando las tropas del rey griego Pirro se enfrentaron con las legiones romanas en Asculo. Pirro era un notable estratega, pero, en contra de lo que hubiera podido esperarse, los romanos se mostraron cómo unos oponentes más duros de lo esperado. Cuando, al final, logró imponerse sobre ellos en el campo de batalla, el rey musitó: “Otra victoria así sobre los romanos y me habré quedado sin recursos”. La anécdota se haría popular de tal manera que en adelante se conocería como victoria pírrica a aquella cuyo coste resulta excesivo o a la que hacía suponer que, al fin y a la postre, se producirá una derrota final.